Largos, tediosos y amargos son los días de espera para contar con vacunas contra el coronavirus; las esperanzas afligen a quienes aún están sanos y esperan vivir para contar con la primera dosis; entretanto, la desesperanza y la impaciencia se extienden por toda la familia. Se tiene conciencia de que los fabricantes no pueden aumentar la producción y, por más esfuerzos que hagan, no alcanzan a satisfacer los pedidos de miles de millones de personas. Si hay angustias en los sanos, cuánto más ataca a los enfermos, a los desahuciados que están en terapia intensiva, cuánto dolor embarga a las familias al tener certeza del próximo fin para seres queridos; cuánto ruego a Dios para que termine la muy larga pandemia que no muestra visos de parar su larga cosecha de vidas.
El interrogante ¿hasta cuándo? late en cada mente y en todo corazón; lo grave es que no hay respuestas y el mundo vive la angustia de una espera que se convierte en cómplice del mal que se hace mayor por la presencia de otras enfermedades en personas que ya las soportaban y aunque estaban en tratamientos médicos, no tenían alivio. Sí, triste y doloroso es el sufrimiento de los enfermos, angustias de toda laya acompañan a los sanos por sentir vanas sus esperas de volver a una vida normal sin los latigazos del coronavirus.
Al mal de no contar oportunamente con las vacunas, se agrega la ignorancia dolorosa de no saber cuándo se contará con remedios que terminen con el mal y qué secuelas tendrá y aún cuántas vidas más costará. A todo ello se suma la falta de médicos y enfermeras que reemplacen a los que ya murieron y a otros que atiendan a enfermos cuyo número aumenta en el día a día.
Las autoridades se encuentran indemnes ante el mal y solo atinan a esperar que llegue el tiempo para la llegada de nuevos lotes de vacunas que, se sabe, no alcanzarán para cubrir tanta espera. En medio de esta desolación, están los que festejaron el carnaval negándose a cuidarse, sin importarles el futuro de sus familias; personas que parecería tener pactos con el virus para aumentar los casos y lograr más muertos para cementerios sin espacios disponibles.
Es, pues, amarga y dolorosa la situación de los que no albergan esperanzas de sanar y es angustiante el estado de los sanos, cuya impotencia lacera corazones y debilita esperanzas. Son cuadros que se vive en casi todos los hogares y solo es la fe en Dios que puede ayudar a paliar tanto dolor y angustia, agrandando los límites de la esperanza.
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