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Crecimiento personal

Una pandemia de tristeza



Por Juan de Serrano, psicoterapeuta

Ha pasado ya un año desde que empezó el Covid-19. Hemos experimentado la extrañeza y la incertidumbre, el miedo y la angustia, la esperanza desesperada, la rabia y la frustración, el amor y la solidaridad, las pérdidas y los duelos.

Ahora, claudicados, aparece con fuerza la tristeza. Agotamiento y desafección por actividades recreativas o profesionales; problemas de sueño; inquietud en el cuerpo; y un sentimiento íntimo de pérdida del sentido de muchas de las cosas que hacemos, al no tener ya un objetivo ni perspectivas claras.

Estado de ánimo propio del proceso de adaptación y resiliencia que exige afrontar un periodo de desestabilización como el que nos procura padecer una amenaza externa y que tras un año no podemos controlar.

Un sentimiento de exilio que cada uno de nosotros ha experimentado alguna vez en todo este tiempo. Exilio de la propia vida. Cada cual tiene sus razones particulares, pero algunas las compartimos todos y nos son comunes.

Entre ellas la decepción de lo que no llega tras las expectativas frustradas ante un nuevo año que amenaza ser peor que el anterior. Con pérdidas que se nos acumulan: vidas, trabajos, vínculos, recursos. A lo que se suma una creciente crisis social con cada vez más desesperanza, la desconfianza en los dirigentes, el rechazo a medidas confusas y contradictorias, y el agotamiento de tanta incertidumbre y cambios que nos detienen en un interminable stand by.

Se nos olvidó con tanta protección que todo este tiempo también forma parte de la vida, días que cuentan para la biografía de cada cual. Nos centramos excesivamente en vencer a un virus, cuando nuestra tarea existencial es aceptar nuestra vulnerabilidad y convivir con ella. No se trataba de vencer a un virus, ahora ya sabemos que se trata de saber vivir con el virus y de cuidar de nuestros más vulnerables.

Por eso, el tiempo pasa de prisa, pasa rápido mientras nosotros nos mantenemos parados esperando que sucedan las expectativas que nunca suceden. Y al tiempo no le importa eso, el tiempo sigue su camino. Y la vida pasa. Y nosotros en modo espera nos vamos consumiendo.

De igual manera, los espacios afectivos se nos han espaciado. Los abrazos y los besos se han prohibido. A los seres queridos los tenemos aislados e incluso a veces hasta encerrados. Las celebraciones familiares contabilizadas y limitadas. Una distancia con los otros que también nos aleja de nosotros mismos. Porque un yo solo puede existir ante un tú, por mucho que se empeñen en promover ese individualismo descuidado.

Además, hay algo irreal en el paisaje de mascarillas en el que vivimos que hace que a veces no reconozcamos al conocido que pasa al lado, esa sensación de estar en una eterna pesadilla, la desidia con la que valoramos la infoxicación y que aturdidos no podamos entender la página del libro que acabamos de leer (aunque se trate de un texto fácil). O que nos sorprendan los besos y abrazos de una serie, como si eso fuese ya de otro tiempo pasado.

El resultado de todo ello es que ya nuestro tiempo y espacio afectivo no lo tenemos disponible. Ejes y coordenadas básicas para el desarrollo de la vida que cuando no las gobernamos nos produce el impacto psicológico inmediato de la indefensión, de la confusión, de la desorientación, con signos de desánimo y parálisis, tras una incipiente rabia que deviene en frustración, desesperanza y apatía.

Ahora más que nunca, hemos podido experimentar eso en lo que siempre insisto: que la libertad es la otra cara de la felicidad. Y ahora nuestras libertades se nos han esclavizado hasta el punto de vivir tristemente encarcelados.

Y nos cuesta además imaginar el futuro, y recurrimos más fácilmente a alimentar la nostalgia, la melancolía y la espera apática a que todo vuelva a ser como antes.

Nada volverá a ser como antes

Pero no, nada volverá a ser como antes. Tras las pérdidas no cabe la posibilidad de que todo vuelva a ser como antes. Bien lo saben todos aquellos que perdieron a seres queridos. Ya nada volverá a ser como antes. Tras un proceso de duelo por la pérdida ganamos la oportunidad para desatarnos y transformarnos con otra manera de vivir asimilando lo que ya no tenemos presente y aprendiendo a vivir con la ausencia de lo perdido. Porque crecer es aprender a despedirse.

Para ello, lo primero que debemos aceptar es que la tristeza que no está pasando es lógica y normal. Forma parte de un proceso de adaptación ante lo que hemos perdido. Y no hay que confundirla con una depresión o cualquier otro trastorno mental, como algunos rápidamente auguran cada vez que hay una crisis. Las crisis nos son necesarias para seguir evolucionando personalmente y como sociedad humana.

Aunque hay que advertir que la tristeza se convierte en un problema irresoluble cuando nos ahogan las preguntas y los porqués, alejándonos del saber. Por eso hay que tener el atrevimiento en manifestar eso que nos pone tristes. Y decirlo de tal manera que, sin aspirar a comprender por completo sus causas, nos abra nuevos interrogantes sobre el deseo de vivir y las oportunidades que nos da la vida si seguimos y no repetimos lo que ya fue de otra etapa.

Quizás una clave que nos ayude sea en pasar de la impotencia (ese sentimiento que nos abruma por aquello que no podemos hacer) a la imposibilidad (el reconocimiento de que hay cosas imposibles, sin solución programada). No se trata de resignarse, sino de algo mucho más poderoso como es la aceptación de la realidad que nos circunda y que nos puede ofrecer alternativas resilientes a la vida que siempre sigue y se abre camino. Esto no se enseña, se experimenta subjetivamente y de hecho ya cada vez más personas lo están experimentando al reinventarse en su manera de vivir y al ponderar sus prioridades vitales. Bienvenidas las crisis y las pérdidas si eso nos hace despertar del letargo de una vida programada.

Igual ocurre en la terapia psicológica, donde no todo es resoluble porque, más allá de las capacidades y pericia del clínico, lo que cuenta es la valentía del paciente. Él decide el límite de lo posible. De lo que acepta como posible autoreconociéndose en sus propios recursos y posibilidades. Al fin y al cabo, todo consiste en saber vivir con la honestidad y simpleza de hacer flexible lo que alguna vez se hizo rígido.

Darse contra el muro de la impotencia conduce a la pesadumbre, a esa indefensión aprendida que produce depresión. Aceptar los límites permite, en cambio, hacer lo posible en cada caso, transformar la realidad al interpretarla con mayor objetividad subjetiva.

Ciertamente hace falta tiempo y esfuerzo para sacudirse la tristeza, y no nos sirve la letanía de la autoayuda del felicismo impostado. No pasa nada por llorar la tristeza que nos invade, llevar esas lágrimas hacia la fuente de la sabiduría introvertida que nos hace reconocer nuestras responsabilidades en el vivir aunque el afuera no deje de asustarnos las ganas de vivir.

Porque no nos podemos quedar en la parálisis del acto lacrimógeno, ni en el ensimismamiento de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Hay que rechazar la nostalgia que siempre es muy engañosa y favorecer la adaptación al cambio, la resiliencia, la transformación flexible que nos hace vivir mientras haya vida, aunque en circunstancias difíciles de vivir.

Por eso, de lo que se trata ahora es de hacer algo productivo con la tristeza Covid-19 sin renunciar a los placeres cotidianos posibles ni a los proyectos previstos (aunque ajustemos los objetivos iniciales), aplicando las medidas preventivas necesarias y anticipando nuevas maneras de ganarse la vida. Porque hay que seguir viviendo y no esperar a vivir. Todos estos tiempos y espacios también formarán parte de nuestra biografía que más temprano que tarde veremos pasar. Sin olvidar que la tristeza nos empuja a separarnos de la vida, porque a diferencia de la felicidad, la tristeza no tiene fin si no somos nosotros quienes le buscamos su finalidad.

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