Raúl Mamani Quispe
Marzo de 2020 se convirtió en un mes que América Latina no podrá olvidar, debido a la suspensión de clases que ocurrió en casi todo el mundo, como consecuencia directa de la cuarentena por el covid-19. El pánico colectivo, el estrés generado por el confinamiento y el rol de las instituciones educativas con el uso improvisado de herramientas tecnológicas para crear ambientes de aprendizaje virtual, nos lleva a replantear la forma en que la escuela educa en tiempo de crisis.
Bajo la mirada crítica y reflexiva de la gestión administrativa de la educación, es necesario generar un abordaje académico que permita el acercamiento al modo en que las instituciones educativas deberían prepararse para abordar las nuevas realidades que convergen alrededor de pandemias, guerras y por el mismo calentamiento global. Es entonces cuando, en medio de la crisis educativa provocada por el coronavirus, aparece con su aporte, con un discurso panegírico futurista, un académico de la talla de Edgar Morín, quien a finales de los años noventa publica, con el auspicio de la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura (Unesco), su obra titulada “Los siete saberes necesarios para la educación del futuro”.
Ya desde ese tiempo, el célebre académico generaba con su obra una interesante reflexión sobre cómo formar para la consolidación de una educación que contribuya al futuro viable. Es decir, un futuro que demanda crear aportes que den pauta a los cambios de pensamiento indispensable para preparar el porvenir de la educación, ante tanta incertidumbre sobre el futuro educativo que espera a las nuevas generaciones, sobre todo en un mundo enfermo de covid-19.
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