La espada en la palabra
En mis primeros años de universidad fui un vehemente admirador y defensor de la Revolución Nacional de 1952 y del partido político que la condujo. Lo seguí siendo más o menos hasta 2017, año en que presenté mi libro biográfico sobre Guillermo Bedregal (Guillermo Bedregal: Retrato de un hombre público). Pero pasaron los años y ese fanatismo ciego, muy propio de la juventud, se aplacó drásticamente y me fui dando cuenta de que no tenía un motivo racional de ser. Tuve la fortuna, pues, de abrirme a otras miradas (cosa que no siempre hacen los fanáticos, quienes pueden vivir obcecados incluso toda su vida) para cotejar otros puntos de vista con los que hacen apología de la Revolución.
Hace poco se han cumplido 69 años de tan importante acontecimiento, y hoy puedo decir que la Revolución Nacional, así como hizo ver la Bolivia más profunda, afloró también las miserias de su sociedad. Porque al lado de las medidas que rompieron el esquema del Estado oligárquico y excluyente, se dejaron ver la corrupción, la prebenda, el clientelismo y, el peor mal de los latinoamericanos, el espíritu antidemocrático de las masas populares.
Es probable que muchos efectos sociológicos de la Revolución Nacional los estemos viendo (y pagando) recién el día de hoy. Y es que, si bien la cúpula gobernante del MNR de aquellos años estaba constituida por personas bien formadas y lúcidas, con ella el bandidismo gubernativo (para hablar con Tamayo) se metió hasta el tuétano de las instituciones. Antes del 9 de abril el Estado era excluyente, sí, pero no se puede negar que hubo algunos gobiernos responsables y con políticas razonables. Hoy, estas aseveraciones resultan incómodas para quienes hacen laudes de los movimientos sociales y populares y para quienes les cuesta salir de lo políticamente correcto.
Uno de los motivos por los que el relato épico e inmaculado de la Revolución Nacional triunfó, fue la cantidad de literatura y propaganda política de gran calidad persuasiva que aquélla produjo (en mucha mayor medida que el MAS), probablemente porque el MNR contó en sus filas con un número importante de intelectuales, escritores y pensadores. Aunque, también es cierto que hay muchos libros, folletos y panfletos publicados ya en aquel tiempo que desmitifican la Revolución, la mayoría escrita por falangistas. Este contrapeso intelectual, lamentablemente, no ocurre hoy dada la escasez de escritores y periodistas bien formados de posiciones contrarias al MAS.
Lo triste de todo este fenómeno sociopolítico es que la democracia, lejos de ser fortalecida, se está degradando. La irrupción del indígena en la vida pública supuso el acarreamiento de sus usos ancestrales, incompatibles con una democracia liberal. Este fenómeno puede verse leyendo A bala, piedra y palo de Marta Irurozqui. Las élites políticas bolivianas nunca se preocuparon por la educación ciudadana y civilizatoria de las masas, y por tanto éstas reproducen acciones violentas, colectivistas y poco tolerantes frente a la disidencia.
En conclusión, la culpa está más en los gobernantes, quienes, seducidos por un respeto mojigato hacia lo nativo y lo ancestral y las modas indigenistas y progresistas, nunca gestaron políticas públicas razonables de educación modernizante y orientadas hacia la democracia y la apertura universal. Este mal es común en varios países de Latinoamérica. El nacionalismo de la Revolución —que solo tuvo éxito, y uno muy relativo, en lo económico—, en este sentido, fue pernicioso socialmente porque hizo creer a Bolivia que la respuesta estaba en su ombligo. Sus efectos los sufrimos ahora más que en ningún otro tiempo.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.
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