Carolina Vázquez Araya
Llevamos un año enfrentados al encierro, miedo al contagio e incertidumbre sobre el futuro.
Nietzsche afirmaba que todos los acontecimientos: pasados, presentes y futuros, se repetirán continuamente, de manera inevitable, en un ciclo de eterno retorno. Es decir, la Humanidad se mantiene atada y fiel a su naturaleza y, aun cuando logra avances espectaculares en ciencia y tecnología, tiende a repetir sus errores y a aferrarse a un pensamiento hegemónico que le impide romper la tendencia al retroceso. Por su parte, André Gunder Frank, sociólogo germano-estadounidense quien propuso la teoría de la dependencia desde 1960, explica cómo la trayectoria de los países en desarrollo --o subdesarrollados-- diverge de la recorrida por naciones que han alcanzado una evolución notable en su economía y, por tanto, es incorrecto extrapolar esas experiencias por tener una diferente ejecutoria.
Quizá sea necesario volver a repasar la historia de los pueblos para comprender mejor al mundo que nos rodea y aprender algo más sobre las limitaciones humanas. Hoy enfrentamos una peste globalizada de la cual ignoramos casi todo. Nuestra falta de conocimiento nos lleva por caminos aleatorios para explicar, de algún modo medianamente razonable, el absoluto trastorno que nos ha golpeado. De ahí se deriva la diferencia, entre uno y otro país, en las normas impuestas para encarar la emergencia sanitaria y que los pueblos se encuentren sometidos a regulaciones muchas veces opuestas al sentido común, como surgidas de una novela de Kafka.
Pero la pandemia no solo ha golpeado la salud pública; ha tenido su mayor impacto en la cotidianidad, en la rutina doméstica, en las relaciones interpersonales y en el derecho a las libertades ciudadanas al impedir, desde las instancias oficiales, la continuidad de la vida a la cual estamos acostumbrados. Hoy la salud, además de ser un tema de políticas públicas, se ha transformado en un peligroso instrumento de poder en manos de gobernantes indeseables. El proceso de desarrollo y distribución de las vacunas, elemento indispensable para detener la extensión del mal, se rodea de misterio y de maniobras discriminatorias, a lo cual se añade la incertidumbre sobre el alcance de su cobertura y el destino que espera a países incapaces de administrarla.
Volviendo a Gunder Frank y a su afirmación de que el subdesarrollo de las naciones es una política de dominación desde países desarrollados --EEUU a la cabeza-- para mantener la dependencia de nuestros Estados, la actual coyuntura deja en claro cómo la supervivencia de los pueblos del tercer mundo se encuentra sometida a la limosna de las potencias y a la pobre capacidad de reacción de los gobernantes, a los cuales estas potencias han apoyado y financiado para conservar su hegemonía.
En este sentido, aun cuando existen países del continente que han logrado avanzar en políticas positivas ante la pandemia, la mayoría de naciones en desarrollo se encuentra en un limbo provocado por la carencia de planes de contingencia, la inmoral desviación de recursos hacia las cuentas personales de sus gobernantes o, simplemente, por su absoluta incapacidad de ejecución.
Si el eterno retorno es un fenómeno inevitable, se hace necesaria una revisión de cómo enfrentar sus manifestaciones y plantearse la tarea de romper la tendencia al fatalismo. No es necesario cometer los errores pasados, una y otra vez. Para ello hay que instruirse; estudiar la historia y no aceptar las erráticas decisiones oficiales con resignación, perfecto mecanismo de dominación de quienes nos quieren atrapados y sumisos; por el contrario, prepararse para participar en un sensato regreso a la normalidad.
El mundo no escapa a la constante repetición de su historia.
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