Entrelíneas
¡Oh! bendita política que en tu honor se promueve grandes cambios y transformaciones, las más de las veces arbitrarias e impuestas –olvidando con ello su verdadera esencia-, sin importar los efectos y daños colaterales que pudieran emerger de la presión impetuosa que lo motiva; además de provocar apasionamientos, fanatismos y fraccionamientos ocasionales, que ponen a prueba la vigencia de principios y códigos éticos, cual reglas de conducta casi siempre ausentes a la hora de encumbrarse en el efímero poder.
Resulta imposible abstraerse de ella, pues lejos de estar circunscrita a la esfera del gobierno, adquiere mayor sentido en las prácticas e interacciones cotidianas, en la configuración de ideologías entendidas como valoraciones de arquetipos e inventivas sagacidades en función de ciertas aspiraciones y fines prácticos; aunque sin dejar de lado las necesarias y urgentes reflexiones sobre sus efectos y consecuencias en los grupos sociales. Ello aduce al acto de conocer y hacer del bien como la esencia de toda virtud, cual fundamento del más alto principio que erige una sociedad humana, y cuya orientación otorga sentido a la existencia humana.
Más allá de estas y otras consideraciones, resulta deplorable apreciar las deformaciones e insanas practicas guiadas por mezquindades, egoísmos, revanchismos y evidentes frustraciones que sistemáticamente corroen los cimientos de su naturaleza, llegando a extremos inimaginables por sostener un “proyecto político” que, al estar pervertido y desgastado, recurre al empleo de armas innobles y vergonzosas, cuyo propósito no es otro sino el de la simple imposición y dominación del o los adversarios -aun éstos no sean responsables de sus tragedias y miserias humanas-; la conquista fatua y aberrante que permita conservar y mantener un poder desprovisto de legitimidad y consenso.
Como no podría ser de otro modo, acá se incluyen aquellos “experimentados políticos” cual gurús reverenciados en el interior de su imaginario feudo; quienes continuamente maquinan premisas y consignas infames, las más de las veces exageradas e inventadas para desacreditar y menoscabar el potencial de aquellos que se atreven a cuestionar y evidenciar sus grandes complejos, frustraciones y limitaciones. Por otro lado, están aquellos rencorosos inestables que, ante la negativa de materializar pactos y acuerdos, operan con amargura, hostilidad y represalia ante la insatisfacción de no haber logrado sus propósitos, peor aún si en ellos suelen coincidir y entrelazarse expectativas e intereses sentimentales personales, para favorecer directamente a terceros en estas subterráneas transacciones.
Es censurable apreciar la delgada línea que divide lo correcto de lo incorrecto, lo digno de lo indigno y que continuamente traslapan y sesgan cualquier decisión política.
Por otro lado, intrigas inescrupulosas y objeciones de diversa índole constituyen el arsenal grotesco e inaplazable de cuanta falacia, argucia, embuste, detracción, afrenta y difamación les sea permitido elucubrar, con tal de conservar ciertos privilegios y ventajas mal habidas y en el que las razones de orden académico, intelectual y meritorio, definitivamente son insuficientes e intrascendentes; pues, al parecer, resulta vital salvaguardar la miseria y pobreza que trae consigo aquella pléyade de allegados serviles e incondicionales que, en otras circunstancias, hace tiempo debieron ser extirpados, cual inmundicia que corroe, contamina y avergüenza el desarrollo y funcionamiento de cualquier entidad pública o privada.
Queda la esperanza para que aquellos “miserables de la política” entiendan que no se brilla apagando la luz de aquellos “otros”, cuyos principios y atributos de éxito responden al continuo esfuerzo, dedicación y compromiso por alcanzar un capital cultural ostensible. Tales cualidades, definitivamente, son ajenas y nunca podrán ser equiparables a la condición y naturaleza de esa decadente y nefasta práctica del poder político circunstancial.
MGR. Marcelo Chinche Calizaya, catedrático universitario e investigador.
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