Algo más que palabras
“Hay que buscar los analgésicos lingüísticos precisos que nos hagan más expresivos de lo armónico”.
La evolución es una realidad que hemos de labrar. Es nuestra misión. No podemos seguir anclados en los viejos esquemas. Nuestra especial naturaleza tiene un innato deseo de moverse, pero también la capacidad de corregir nuestros propios defectos. La novedad es permanente en nuestras vidas. Todo cambia, nada permanece. Lo trascendental es renacer. No importan las épocas oscuras, el ánimo nunca envejece. Es cuestión de innovar, de pararse y de ver lo vivido, de volver a la fuente de la observación y recuperar la fortaleza original del espíritu creativo. Dejemos que broten nuevos caminos. Escuchémonos entre sí. Dialoguemos más y mejor. El respeto ante todo y sobre todo lo demás.
Rompamos el bosquejo de las armas. Esto ha de ser la primera obligación nuestra. Las contiendas ya sabemos el legado que nos dejan, decadencia y ruina. Por otra parte, el mundo no es de nadie y es de todos. Esto también nos exige que hagamos una distribución equitativa de sus caudales. Practiquemos el corazón de verdad. No hay otro modo de salir de este estado enfermizo, que nos acosa tanto como nos ahoga. Además, de ejercer la práctica por lo auténtico, nos conviene desnaturalizar todo signo de poder que no sirve para dar vida. Al tiempo, hagamos propósito de entendernos; seguramente entonces aliviaremos tensiones y derribaremos del horizonte, miradas que matan y lenguajes que repelen.
En esa ruptura de viejos esquemas, tenemos que aprender de lo vivido. Hay que buscar los analgésicos lingüísticos precisos que nos hagan más expresivos de lo armónico. Así, por ejemplo, si la diplomacia se ha visto que alivia nerviosismos, surquemos esos abecedarios antes de que den lugar a un conflicto. Lo verdaderamente cruel es permanecer pasivos. Los aires del mundo se mudan en la medida en que nosotros cooperamos. Crecemos asistiendo. Esta convicción nos permite conservar el entusiasmo en medio de la desolación. Desde luego, tenemos que ser exigentes con nosotros mismos y desafiantes del tiempo por el que nos ha tocado transitar. Sin perder nuestros distintivos vínculos, con nuestros predecesores, la verdadera novedad radica en no desfallecer de una tarea tan exigente y desafiante, como la de hacer camino y generar huellas.
Sea como fuere, hemos de reconocer cada cual consigo mismo, que estamos llamados a dar continuidad a ese período de adhesión que imprime la propia vida a través del abrazo permanente de sus horizontes. La interrupción de ese ciclo viviente nos deja sin razón de ser. Ojalá enmendemos ese espíritu de crueldad que nos domina, cada vez que impedimos la llegada de un ser vivo a nuestro hábitat existencial. El territorio de la falsedad hay que desenmascararlo igualmente. Pensemos que somos parte de ese poema verdadero de amor que engendra vida. No le pongamos las ataduras de la muerte a un inocente. Será por siempre, un hecho inhumano de gravísima ofensa moral, por mucha tolerancia que vertamos.
En cualquier caso, de ningún modo deberíamos concebir la transformación como un desprenderse y distanciarse de uno mismo, y tampoco como un olvido de nuestras raíces, ya que son estas cepas las que realmente nos echan hacia el avance. No olvidemos, que la memoria es el guardián del juicio, algo esencial en este tiempo para dilucidar esa información fiable, que es la que nos pone en sintonía con los mandatos benignos. Indudablemente, en esa marcha hacia adelante, nada puede pararse, tampoco los discernimientos necesarios para progresar en este orbe nuestro que se desarrolla de manera fugaz. Lo significativo es no caminar solos. Necesitamos sentirnos acompañados, máxime en un momento en el que abundan los huracanes excluyentes. Lo prioritario, quizás sea, desterrar este anestésico bienestar de unos pocos, que lo único que siembran en su interior es la idolatría del dinero. El espíritu corrupto es la mayor enfermedad planetaria. Los poderosos se sirven de los débiles como jamás. Sin duda, hoy más que nunca, falta una estética que nos gobierne, unos liderazgos éticos y una ciudadanía que no se deje adoctrinar por los farsantes.
Detesto estos modelos que no tienen escrúpulos, a la hora de pervertirlo todo, hay que romper con ellos más pronto que tarde. Me niego a que nos roben también la esperanza. El fruto de las humanas adversidades espero que nos lleve a replantearnos, cuando menos la situación de nuestros andares, que han de centrarse en menos culto al cuerpo y más donación de alma. Sólo así, este pueblo con muchos rostros, será capaz de fomentar la expresión de una renovada cultura que nos fraternice. Por consiguiente, hay que dejar de lado cualquier ámbito dominador, lo que requerimos es otra actitud más consoladora, más de servicio, más de movilizarnos humanamente. En verdad, nunca es tarde para enmendar errores pasados. Lo justo es tomar fuerzas para interpelarse, verter acciones de cercanía, fomentar otros procesos de acompañamiento más desinteresados, cuidar la fragilidad que somos, avivar el gesto anímico de ser miembros de ese hogar común, que ha de ser verde, pero que está en alerta roja, por nuestros egoísmos. Toca, pues, arrancar bocetos que nos destruyen como linaje. Hagámoslo con urgencia.
Víctor Corcoba Herrero es escritor.
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