Hemos vivido y aún vivimos en un país de las buenas intenciones. “El fulanito tenía buenas intenciones”, se dice. “El camino al infierno está lleno de buenas intenciones”, anota el dicho popular. De veras que de las buenas intenciones a los hechos dista mucho trecho. Éste que, como siempre, es inalcanzable y se pierde en la nebulosa. En resumen, se esfuma toda esperanza.
La política boliviana, posiblemente desde la fundación de la República, en 1825, siempre estuvo cargada de buenas intenciones. Sus protagonistas, mientras debatían diferencias político – ideológicas, en el llano, reiteraban esa tendencia, en discursos, documentos, en campañas electorales u otros actos. Pocas propuestas ajustadas a la realidad y muchas se limitaban a las buenas intenciones.
Pero ese “maravilloso instrumento del Poder”, a decir de un conocido estadista nacional, a los tontos enloquecía. Cambiaba de mentalidad y actitudes. Ello ha ocurrido en todos los tiempos y el hecho está registrado en la historia.
Cambiaba las buenas intenciones, por aquéllas que infundían temor. La tolerancia por la intolerancia. El espíritu democrático, por otro de índole autoritario. La conducta rectilínea, por actos reñidos con la moral política. La honestidad en el decir, por el doble discurso. En este contexto ha surgido, inclusive, el afán de perpetuarse en el sillón presidencial. Practicando, por qué no decirlo, el prorroguismo o la afrenta al sistema democrático.
De buenas intenciones no vive el pueblo, sino de hechos, logros y conquistas que favorezcan el bien común. De empleo, educación, salud y techo propio. Ahora de la vacuna, para sobrevivir a la pandemia, en un mundo que llora a sus muertos. Tampoco se siente realizado con aquéllas, un gobierno sea de derecha o izquierda. Esas buenas intenciones tendrían que ser concretizadas y no seguir persistiendo en meras palabras. Ejecutadas en proyectos bien planificados y no hechos a la ligera. Nadie, ni el pobre ni el rico, vive de buenas intenciones, sino de gestiones efectivas, que reflejen el avance del país, de cara al futuro.
Hoy no se requiere de buenas intenciones, sino de una voluntad política para encarar acciones reales contra la crisis económica y la emergencia sanitaria. Dos temas que, como bien sabemos, angustian a la comunidad nacional de más de once millones de habitantes. Por lo tanto, deberían ser resueltos con decisión, austeridad y solidaridad, en unidad nacional. Acá se necesita comportamientos palpables y no buenas intenciones que se las lleva el viento. Generar, por decir, nuevas oportunidades, a favor de quienes aspiran a días mejores. De la gente que vive apremiada por llenar la canasta familiar. Quizá también para reducir el elevado número de informales, ofreciéndoles fuentes de trabajo, dignas y estables.
Posiblemente fueron pocos quienes no incurrieron en la manía de expresar buenas intenciones. Pero la mayoría, que enarbolaba banderas de distintos colores, lo hizo, a manera, incluso, de tender cortinas distraccionistas. De estos matices está plagada la historia política boliviana.
En suma: tendríamos que dejar de lado las buenas intenciones y trabajar por el bien de todos, sin discriminación.
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