Poder, placer y dinero son los dioses de nuestros días. Una apreciación casi irrefutable. A quién no le gusta mandar, dar órdenes, comandar a un grupo de personas y sentirse importante por estar una grada arriba de otros. Se podría seguir una larga lista de satisfacciones de quienes fueron elegidos o llegan a cargos por determinadas circunstancias.
Llegar a un cargo dos años, luego cuatro y quedarse ocho o diez se está haciendo una costumbre. No sólo cuando se habla de la primera magistratura, sino la figura se repite en asociaciones, entidades públicas y privadas, clubes deportivos, juntas de vecinos y entidades que crea el hombre.
El día después llega el sufrimiento. No hay peor desempleado que un expresidente de la República. De un día para otro quien el otrora hombre fuerte, comandante de la nave del país se ve sin semejante poder supremo, sin súbditos que le digan: “si jefe”.
Entonces le llega la nostalgia, la soledad, es que el cargo se parecía a una finca y una propiedad suya. Le ha tomado tanto cariño al cargo que extraña a sus dirigidos como un buen capataz a los empleados de sus tierras.
Aunque la solidaridad internacional le consigue empleos sustitutos como docente en determinada universidad, investigador de tal o cual tema, nadie podrá mitigar su pena, porque cuesta mucho destornillarse del cargo.
Entre estos grupos de hombres sufridos he conocido a mucha gente que llegó a un cargo público y tuvo un buen periodo de pavo real, dirigentes sindicales que fueron declarados en comisión y les gusta ganar el pan del día desde el escritorio de mandamás de determinados grupos que lo eligen porque no les importa el tema o simplemente los dejan en el cargo, porque el “no me importa” es una nueva actitud de la sociedad.
Pocos son los hombres que sienten el peso de la presión y dicen: esto es suficiente para mí. Esta actitud es propia de quienes han visto el cargo como una misión, como un servicio, como una entrega para los demás y puede decir como aquél gran combatiente del Chaco, de apellido Marzana, “sólo hice lo que tenía que hacer”.
Es difícil entender que todo en la vida tiene un comienzo y un fin; lo importante es ser uno mismo con su actitud y aptitud en cualquier instante de la vida, ya sea en el cargo o en el llano.
El imperativo de dejar el cargo, no porque se lo pida alguien, ni siquiera porque se ha perdido el respaldo popular o de los electores es una decisión que nace desde dentro, de la conciencia, de saber que vienen otros por detrás, que cada quien cumple un ciclo, como diría Kant, el deber por el deber, porque así debe ser.
Ernesto Murillo Estrada, es comunicador social y filósofo
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