[Harold Olmos]

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El cangrejo acelera el paso


A fines de 2007, una amplia sonrisa aparecía en el rostro de las principales autoridades cuando se hablaba del papel que consume el país y se aseguraba que en meros 14 meses podría llevar el sello de “hecho en Bolivia”. Las obras en Villa Tunari, el corazón cocalero de Bolivia, fueron inauguradas oficialmente, ch’alla incluida, por las máximas autoridades nacionales. Tenían un nombre -Papelbol- y los burócratas del gobierno desparramaban cifras. Serían gradualmente sustituidas las 33.000 toneladas anuales de papel que importaba el país y los 55 millones de dólares que se gastaba dedicarlos a la salud o la educación. Los papeles de impresión, para regalos, cuadernos escolares, libros, casi todo saldría pronto de las plantas que estaban siendo inauguradas. Hasta el papel en el que está impreso este artículo tendría el mismo origen. En materia de papel, no había límites para la imaginación. Todo estaría en operación en 14 meses. Fuentes de empleo (5.000 indirectos y unos 200 directos) junto a “soberanía productiva” eran términos mágicos en la punta de la lengua de las autoridades. Un nuevo amanecer asomaba en el horizonte. Soñar no cuesta nada.

¿Cómo?

Este sueño le ha costado al país cerca de 14 millones de dólares, pre pagados al contado y sin que hubiese existido, que se sepa, una licitación pública. Por lo que se lee en los diarios y se escucha en la radio y la TV, Bolivia ha sido estafada. Es como haber echado al basural cien escuelas equipadas y aptas para trabajar durante un año entero o dos hospitales modernos, instrumental incluido. La responsabilidad de este bochorno es atribuida a un ahora ex Viceministro de la Mediana, Gran (¿?) Empresa e Industria que es pariente de una alta autoridad del gobierno, asegura Erbol. Ese parentesco, dice la misma fuente, es señalado como un escudo protector de la ex autoridad, que ahora oficia de funcionario de alto rango en Jindal Steel, otra empresa de la lista de sueños bolivianos, estos años alimentados a toda máquina.

La obra asignada a la empresa brasileña D’Andrea Agrimport tiene cuatro años de retraso. Y, como diamante en la corona, lleva un sobreprecio de 7,45 millones de dólares, de acuerdo con la auditoría de Price Waterhouse Coopers. Todo fue financiado con recursos del Tesoro General de la Nación.

El curso sinuoso de esta obra es un premio al esfuerzo de quienes proclaman que Bolivia debe retornar al pasado supuestamente idílico de hace 500 años. El éxito del empeño se mide en la cantidad de dinero que gastan el Estado y la ciudadanía en las empresas llamadas a ser un alivio para el país. Dos ejemplos: importamos carburantes como nunca en nuestra historia y las redes de teléfono e Internet están entre las más lentas y caras del mundo. Estamos en la ruta correcta para volver atrás.

El escándalo con Papelbol, previsible desde su concepción a hurtadillas, pone en evidencia un grado peligroso de corrupción e incompetencia. En septiembre del año pasado, entre sus investigaciones periódicas sobre realidades bolivianas, la Fundación Milenio hizo público un estudio que definió la furia nacionalizadora de Bolivia como una “lista de fracasos”. Hasta entonces, Bolivia había asumido el control de 13 empresas (la española del 1 de mayo fue la número 14). Calcula el trabajo de Milenio que la indemnización de todas ellas puede costar al país unos 4.000 millones de dólares, un tercio de las reservas monetarias del Banco Central de las que se ufana la propaganda oficial. Citado en el estudio, el presidente de los Empresarios Privados de Cochabamba, Carlos Flores, advertía que Papelbol sería un fracaso sólo por un detalle: carecía de materia prima, que era necesario importar, lo que encarecería sus operaciones. Felizmente (¿?) no se llegó a esta etapa, pues la planta ha quedado a medias.

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