Bolivia es el país de las marchas y La Paz presenta un muestrario de manifestaciones escuálidas en su número, pero suficientes para alterar la actividad en su mismo centro neurálgico, provocando la estampida de negocios e industrias con lo cual han logrado relegar al departamento en la escala económica nacional. Las exigencias de estos mini-movimientos tocan aspectos domésticos y casi banales, que antes de plantearlas ante las autoridades administrativas salen a relucir a la vía pública. El fárrago anterior es intrascendente para la sociedad que, en cambio, se encuentra angustiada por problemas que alguien diría estructurales, pero que nadie cobra valor para resolverlos.
Difieren, pues, de las grandes concentraciones humanas que un espíritu de civilidad inquieto y consciente es capaz de convocar. Desde el exterior nos llegan paradigmas aleccionadores. En Medio Oriente se alza una corriente incontenible de rebelión contra los sátrapas entronizados por décadas en el poder. Este despertar nace en Egipto, sigue en Libia y se extiende como reguero de pólvora a todo el Islam. Ahora es la legendaria Siria sacudida por el mismo ideal, desafiando el alto precio que paga en sangre.
Estos movimientos no los gesta la acción de partidos políticos concretos sino que surge de la espontaneidad cívica y de la dignidad pública. En España el repudio a los asesinatos de ETA se tradujo en multitudinarias concentraciones que acabaron por derrotar a la secta en mayor medida que la represión estatal, mostrándole su impopularidad. Compactos núcleos de miles de uruguayos se manifestaron en la misma frontera con Argentina protestando por la instalación de una fábrica que amenazaba contaminar el medio ambiente de su hábitat.
Últimamente la dilatada avenida 9 de Julio de Buenos Aires, contempló una impresionante masa humana extendida de norte a sur y de este a oeste del Obelisco, previendo el impacto negativo de medidas económicas y contra los designios prorroguistas de la presidenta Cristina Fernández. Estuvo claro que la multitud no obedecía a ninguna facción política y que las redes sociales digitales operaron la convocatoria, al igual que a los “indignados” de Europa. Todos estos casos objetivan acendradas reacciones colectivas y no intereses de grupo.
En contraste, no es leal ni responsable sacar a la calle a reducidos sectores a título de “movimientos sociales”, usufructuando su ignorancia y gregarismo con pretextos casi siempre inventados. Alrededor de movilizaciones, paros y bloqueos pululan los partidos políticos como cazadores furtivos para reclutar a los “condotieros” nativos, a fin de darse un baño de aparente popularidad y auparlos a cargos electivos, práctica aun anterior a los remozados años, dizque, de la actual democracia.
Nos falta analizar dos acontecimientos que pudieran parecer importantes en nuestro medio. Se trata de las movilizaciones de octubre de 2003 y de la manifestación “del millón”, en ocasión de los amagos de trasladar la sede de Gobierno a otro distrito. Sobre la primera todavía no se puede fallar en definitiva por falta de investigación de su gestación, medios y objetivos que buscaba, inclusive se dice que hubo un fuerte financiamiento externo, aunque sirvió para interrumpir un gobierno constitucional, sin que mencionarlo suponga avalar a dicha Administración.
La segunda, efectuada en El Alto, sirvió en definitiva para defraudar a miles de paceños por la evidente manipulación del alcalde del momento, al malbaratar el fervor de la concurrencia a un acto que resultó tan alejado de la defensa de los intereses de la paceñidad, como funcional al aliado político de entonces. Proceder tan insincero no tenía por inspiración el civismo, sino impresionar al Gobierno con un supuesto poder de convocatoria.
No es un misterio que para empujar a los grupos manifestantes se recurre a medios bajos, como represalias vecinales, multas, expulsiones y otros. En los gremios los dirigentes esgrimen revertir los puestos de venta, retirar su protección a los miembros, etc. Tan inextricable pandemónium refleja un estado de atomización sectorial en el que se pierde el ethos unificador del que se alimentan las sociedades. No estamos ante demostraciones de civilidad, sino de embaucamiento, de codicia de alcances mezquinos, en definitiva. Ortega y Gasset decía: “Una sociedad dividida en grupos discrepantes, cuya fuerza de opinión queda recíprocamente anulada…”, pierde sus horizontes y trascendencia.
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