Erick Fajardo Pozo
Si uno jamás será invitado de honor en la fiesta del vecino rico, su chance es ser pasante de la fiesta patronal del barrio; y como nuestro “preste” no va a ganar la página Social de los diarios por distinción y buen gusto, al menos debe ser sonado y bullanguero para llegar a la tapa de la sección de Espectáculos. Esta metáfora parece la más apropiada para definir la política exterior boliviana durante la era Evo Morales y dar contexto a la cumbre del G-77 y China.
Sea de visitantes u organizadores, el papel diplomático que jugamos en los foros internacionales es el del aguafiestas en festejo ajeno o el del anfitrión de “misachico” ávido de figuración. En ambos casos el fin último es robarse el show, ya sea por polémica grandilocuencia o por un derroche de fastuosidad y recursos públicos que haga “memorable” el despilfarro en la miseria.
Los modestos logros en administración pública del Gobierno boliviano y su adscripción geopolítica al llamado “bloque anticapitalista” han definido la internacionalización de la imagen de su presidente como línea maestra de gobierno; y como sus dos gobiernos han sido en esencia periodos de proselitismo entre comicios, su política exterior ha sido, en última instancia, marketing electoral.
Bolivia no es un estado gravitante en términos económicos, pese a las enormes reservas de materias primas estratégicas su economía no es de las más pujantes o estables, sus indicadores de inversión pública o sus logros en reducción de la pobreza no son significativos, la incidencia del sector productivo industrial en la economía es casi nulo y por tanto su incidencia-país en las exportaciones lo es también; en suma no posee ninguno de los atributos que normalmente hacen a un estado protagonista de los foros internacionales.
Y sin embargo, tras los foros, Bolivia termina siempre robándose las portadas de los diarios, sea por los exabruptos de Morales y su servicio exterior contra el “Imperio” o por alguna exegesis de ignorancia como “la lucha de los pueblos de América contra los imperios británico y romano” o “el consumo del pollo y Coca Cola como causas de la homosexualidad”.
Hay que aceptar que antes de la era Morales, entendida como sus dos periodos presidenciales y una década de gobierno, Bolivia no era conocida internacionalmente, salvo por sus elevados índices de inestabilidad política y social en la relación sociedad civil-estado o por la incidencia de la expansión de las plantaciones excedentarias de coca y el narcotráfico.
Con Morales, el país alcanza un protagonismo internacional basado en el impasse diplomático con los países circundantes y en una antagonización ideológica con las grandes potencias económicas y políticas, en especial los Estados Unidos. Antes se hablaba de Bolivia como del vecino pobre sin trascendencia, hoy todos atienden al vecino pobre, conflictivo y bochinchero. Seguimos siendo un país en crisis, pero con una política exterior radical y una virulencia ideológica que distrae de la pobreza, la corrupción y el narcotráfico: la “Democracia de los Pueblos”.
Bajo ese eslogan Morales explotó la ubicación geográfica del país y el sincretismo entre la utopía geopolítica del Heartland y el mito andino de la Pachamama para organizar ediciones “especiales” de Foros y Cumbres, matizadas de ultra ecologismo y anticolonialismo, tal cual la Cumbre Climática de Cochabamba que, como otros de gran cartelera, gestó una postura desproporcionada en relación con su pobre trascendencia en la Cumbre de Cancún.
Poco dejará esta cumbre al país, salvo el orgullo de “haber sido sede de…” y un par de declaraciones grandilocuentes, finalmente suscritas por unos pocos, que Evo hará valer como postura mundial frente al Imperio o el modelo económico capitalista. Para él, en cambio, esta cumbre es otra batalla más en su inagotable estrategia proselitista, que le permitirá marchar victorioso, escoltado por los iconos anticapitalistas del mundo y por genuflexas autoridades regionales, sobre el último bastión territorial de la resistencia civil a su gobierno.
El autor es exiliado político.
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