[Eric Cárdenas]

Yo el supremo


El celebrado escritor paraguayo Augusto Roa Bastos dio a luz una de sus obras cuyo título encabeza este trabajo, inspirado en la larga dictadura en su país del Dr. Francia, en esa obra, como en otras escritas por otros autores, se refleja la conducta de los dictadores, autócratas y tiranos que han pasado a la historia con esos apelativos.

La historia de la humanidad está llena de autócratas y la de nuestra Patria no es ajena a esta categoría de gobernantes. En las civilizaciones antiguas fueron los reyes y monarcas los que acumularon todo el poder del Estado en sus personas, y su voluntad era ley y la vida de los habitantes estaba determinada por su capricho; desataban guerras, aniquilaciones, etc.

Los griegos antiguos enseñaron que había formas normales y degeneradas de gobierno, así la monarquía degeneraba en tiranía y la democracia en demagogia y anarquía. Con la Revolución Francesa de 1789 se liquidó la monarquía y se estableció la democracia, que años antes la Revolución Norteamericana también imprimió en su estructura de poder del Estado Federal, en su Constitución de 1787, popularizándose en el mundo y hoy casi todos los países tienen impresas en sus normas las libertades y derechos que emergieron de la democracia liberal.

Los gobernantes, que son los administradores de los intereses públicos, deberían ejercer ese mandato del pueblo en democracia y ajustados estrictamente a la ley, pero debido a las debilidades humanas y las ansias desmedidas de poder, una vez instalados en éste, se tornan en déspotas, imponiendo su voluntad y capricho por sobre las leyes y la voluntad del pueblo, que muchas veces los eligió o mal eligió.

Uno de los principios de la democracia, como sistema de gobierno, es la división e independencia de los poderes u órganos del Estado, de tal manera que uno fiscalice a los otros, pero este principio es violado por los autócratas que acumulan y controlan todos los poderes u órganos del Estado y toda la actividad pública y hasta privada de la sociedad civil. Su voluntad se cumple, no importa qué normas se vulnera. Su palabra es ley y todo lo que dicen debe acatarse, llegando incluso a ejercer de jueces supremos, pues disponen quién debe ser procesado y encarcelado o quién debe quedar impune. Los servidores públicos se convierten en simple ejecutores no de políticas públicas diseñadas en planes y programas, sino de la voluntad caprichosa del autócrata. Los jueces y fiscales están atentos a toda insinuación u orden del poderoso, para torcer la ley y acomodarla a la voluntad de éste.

Los recursos públicos que, de acuerdo con las normas fiscales de administración de recursos públicos, deben ser presupuestados luego de ingresados al Tesoro público, ejecutados y fiscalizados, son manejados como cosa propia y no hay planes, programas, presupuestos ni fiscalizaciones, sino la voluntad del supremo.

El paso por el poder de los autócratas, que en muchos casos ha durado varios decenios, ha significado para las sociedades sometidas a esos designios no sólo la opresión y pérdida de libertades, sino en muchos casos centenares de muertos que resistieron a los tiranos; sólo basta echar una mirada a la historia del mundo, de América y nuestra Patria.

La democracia bien entendida y mejor practicada debería ser la nota del presente siglo, en el que las libertades del individuo sólo tengan como límite la ley y el respeto a los demás. El estado de derecho tiene que imponerse frente a las ambiciones de poder casi absoluto de algunos gobernantes, para quienes el poder no tiene límites. Pero esos límites precisamente los fija la ley y en consecuencia gobernantes y gobernados deben estar sujetos a la ley.

En la democracia el voto popular limpio para elegir a sus gobernantes, la división e independencia de los órganos del Estado, la sujeción estricta a la ley, la alternabilidad en la administración del poder del Estado y fundamentalmente el respeto a los derechos humanos, son los principios fundamentales que hacen al sistema.

El pueblo tiene que ser el principal actor de la democracia, eligiendo bien al gobernante, fiscalizando sus actos y defendiendo las libertades y derechos que la ley le otorga.

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