Adela Cortina
El resultado de las elecciones europeas tendría que haber hecho saltar las alarmas en los partidos políticos mayoritarios y en las instituciones. El aumento de los votos en el haber de partidos habitualmente minoritarios y el espectacular surgimiento de otros nuevos, como Podemos, son muestra fehaciente de que buena parte de la ciudadanía experimenta una profunda insatisfacción. No se trata ya sólo de manifestaciones en la calle ni de proclamas en las redes sociales, sino de que un buen número de ciudadanos, en voto secreto, ha expresado su rechazo contundente a lo que se está haciendo, tanto en la Unión Europea como en España.
Naturalmente, algunos de ellos serán los habituales “antisistema”, pero la mayor parte cree en un sistema democrático y se siente estafada y frustrada en sus aspiraciones legítimas. Que este descontento haya podido mostrarse en papeletas, y no con cifras imaginadas, es una de las grandezas de la democracia representativa. Tomar buena nota del descontento y cambiar radicalmente el modo de actuar en cuestiones de justicia es la única salida legítima.
Claro que es posible alegar que no se pueden extrapolar los resultados de las elecciones europeas a las nacionales y que en éstas últimas las aguas volverán a su cauce. Pero este proceder, típico del avestruz, es inadmisible.
Por una parte, porque muchos ciudadanos han votado pensando en España, pero también en la Unión Europea, y han experimentado que la Europa Social, verdadero corazón de Europa, ha quedado en un brindis al sol. Las instituciones no asumen que el sufrimiento de los inmigrantes es un asunto urgente para toda la Unión, pero tampoco que la lacra del paro, la pobreza de las familias y el hambre infantil no se superan pidiendo sacrificios a los más débiles. Por el contrario, crear riqueza real desde la cooperación es el camino.
Pero también la ciudadanía ha votado en estas elecciones poniendo sus ojos muy especialmente en España, y la experiencia dolorosa del paro, el éxodo de miles de jóvenes, los escándalos de corrupción, los sueldos blindados millonarios, el hecho de que escuelas públicas no cierren en verano para que los niños puedan comer una vez al día han llevado a muchos ciudadanos a optar por partidos que no han tenido oportunidad de gestionar el poder político. No les ha convencido el refrán “más vale malo conocido que bueno por conocer”, ni siquiera el miedo a caer de la sartén al fuego. Han llegado a la convicción de que el voto útil no es el que refuerza lo que se está haciendo, sino el que permite abrir caminos nuevos. Ante esta situación, ¿cómo construir un futuro en el que nadie quede excluido?
España necesita una realidad y un relato atractivos y seductores, capaces de cautivar a las nuevas generaciones y a las que llevan ya a sus espaldas años de historia, a los que sienten que ésta es su patria y a los que, de forma más o menos consciente, querrían recuperarla. Necesita ofrecer un proyecto de convivencia ilusionante, en el que merezca la pena participar activamente. Y ese proyecto ha de poner en primer término las legítimas exigencias de justicia de los ciudadanos, empezando por los más débiles, que es la única forma de crear cohesión social auténtica y de contar buenas historias.
Quiénes han de ser los protagonistas de ese relato atractivo está bien claro. Los ciudadanos, en primer término, que deberían ser los agentes y los beneficiarios de la vida democrática, aquellos por los que existe y para los que existe. También los partidos políticos, que han de aprender de la experiencia electoral. Los mayoritarios, a tomar como prioridad las necesidades y los derechos de las gentes, empezando por la erradicación de la pobreza, la ayuda a la dependencia o la potenciación de las empresas para que creen trabajo. Los partidos minoritarios, los que no han gestionado el poder, además de denunciar las lacras, tienen que hacer propuestas no sólo moralmente deseables, sino también realmente viables.
La autora es Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.
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