La experiencia política de los pueblos ha mostrado que la libertad tiene condiciones que son valores: democracia e institucionalidad. Esto implica, lógicamente, que no puede haber democracia plena en ninguna nación si no hay vigencia y respeto a la institucionalidad, que son las conductas morales y procedimientos legales que permiten una marcha correcta de todas las acciones de un pueblo.
Pero, así como la libertad es condición “sine qua non” para la vigencia de la democracia, ésta no puede ser manejada, manipulada, tergiversada, contrariada por conveniencias que no respondan a los altos intereses de un país. Muchos gobiernos dictatoriales y hasta tiránicos tuvo el mundo bajo el título de “democracia” y quienes han detentado el poder han utilizado el término o, mejor, condición de vida y gobierno, para satisfacer sus ambiciones, defraudar los anhelos de sus pueblos, destruir las instituciones, violentar la Constitución y las leyes y hacer escarnio de los derechos humanos.
En nombre de ideologías y hasta revoluciones que cambien todo procedimiento conforme al arbitrio partidista o de quien es dueño del poder, se han desencadenado conflictos, enfrentamientos, guerras, torturas y violación a los derechos de los pueblos porque los objetivos del sistema exigían “cualquier sacrificio (de los contrarios, por supuesto) con tal de llevar a cabo los fines revolucionarios”. Ejemplos patéticos, entre muchos otros, son el comunismo, el nazismo, socialismos retrógrados e inhumanos que han sojuzgado a sus pueblos y los han sometido por la fuerza del poder omnímodo a la voluntad de una o más personas y, sobre todo, de un partido político.
La vida o simple existencia de países sometidos a la acción de dictaduras que pisotearon la democracia y la institucionalidad sólo cambió cuando el ser humano decidió, por todos los medios, restaurar sus derechos en libertad, reestructurar sus instituciones, abrir las compuertas de las normas morales y civiles y garantizar plenamente la libertad de pensamiento y expresión sin limitación alguna y exigir que sólo la ley sea la que rija el destino del pueblo.
Estos logros se han conseguido mediante la institucionalidad de los procesos electorales donde la única primacía debe ser el voto del ciudadano que decide el destino de su país; en otras palabras, el uso de la libertad en democracia con la única y sagrada condición de vivir en condiciones de verdad, equidad y ecuanimidad para alcanzar los altos niveles de la justicia. Muchas veces, los diversos candidatos políticos aspirantes al gobierno de un país han imitado, lamentablemente, la conducta de quienes han usado la democracia para fines mezquinos y subalternos; esa imitación logró sus primeras víctimas en los mismos partidos que se consideraban democráticos y libres que, por caminos equivocados, habían elegido sistemas ajenos a los intereses del bien común.
Estamos a pocas semanas del proceso electoral de octubre; los diferentes candidatos se preparan para intervenir en la justa eleccionaria y no muestran señales, ni en sus intenciones ni en sus principios ni programas, de reconocer que lo más sustantivo es reponer, en todo sentido, la democracia y la institucionalidad que, han sido vulneradas al no cumplirse con muchos de los ordenamientos legales que señalan la Constitución y las leyes que, deben tener vigencia en todo proceso democrático.
La democracia está ligada, absolutamente, a la libertad y a los derechos humanos; consecuentemente, la política tiene ligazón indestructible con la libertad y con la democracia. Por ello mismo, es una realidad que no puede haber democracia sin libertad y no puede haber libertad ni democracia sin la vigencia de los derechos humanos de donde provienen los derechos políticos.
En política, centralizar el poder es, simplemente, buscar los caminos de la dictadura porque no hay reconocimiento a la urgencia de una gobernabilidad limpia, honesta, constructiva y responsable que incluye controles de diversa índole sobre los asuntos que competen al Estado y que administran los gobiernos. La ausencia de controles institucionales implica que la libertad se convierte en libertinaje y éste da pie a que surjan la corrupción, el nomeimportismo, la desidia, la incapacidad y, lo más funesto, la soberbia de creer que todo se hace bien cuando todo está mal, cuando hay un pueblo angustiado, dolido y frustrado porque no se vivió plenamente la democracia y no tuvo vigencia la institucionalidad, que son condiciones primigenias de la libertad bien entendida.
Las elecciones de octubre deberían servir para borrar, o corregir si se puede todo lo malo que ha transcurrido por la vida nacional en 189 años y debe surgir un gobierno muy honesto y sumamente responsable; un régimen que, en primer término, devuelva la fortaleza que deben tener los poderes del Estado - Ejecutivo, Legislativo y Judicial- traducidos en independencia entre ellos, de respeto y consideración, de trabajo en pro del bien común, de entrega y servicio a los destinos del país. El Gobierno que surja, en sus tres poderes, como prueba de la institucionalidad y de un actuar democrático, debe tener conciencia de país y vocación de servicio, debe asumir que los poderes del Estado son instrumentos que se otorga a los gobiernos para servir y para cambiar lo mal hecho y perfeccionar y fortalecer lo bien logrado.
Reponer todo lo que compete a las libertades, hechas democracia e institucionalidad, será cumplir un acto de conciencia que el pueblo espera por generaciones.
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