Lucila Rodríguez-Alarcón
En sus orígenes, la mayoría de las organizaciones no gubernamentales (ONG) eran asistencialistas. El tipo de apoyo que brinda ese tipo de organizaciones a quienes lo necesitan se limita a asistirles en problemas concretos, a brindarles ayuda específica para resolver una necesidad inmediata; dar comida a los que tienen hambre, cobijo a los que no tienen casa, ropa a los que no tienen medios para comprarla.
Con el tiempo, algunas organizaciones empezaron ir más allá; “no les des pescado, dales una caña y enséñales a usarla”. Pero muchas no se detuvieron ahí sino que llevaron la reflexión un paso más adelante. Empezaron a trabajar con las personas que lo necesitaban en la identificación de las causas de su situación, promoviendo que fueran ellas mismas las que eligieran cómo querían solucionar los problemas. Es decir, que decidan si quieren pescado o no y que ellas mismas elijan como quieren conseguirlo si con caña, con red o comprándolo en el mercado internacional.
Cuando las organizaciones trabajan muy centradas en las causas de los problemas acaban aterrizando en el entorno político. Los derechos y las obligaciones primeras de los ciudadanos están definidos por las leyes que ven su origen y gestión en las decisiones de los gobiernos. Las organizaciones luchan porque esas leyes que fundamentan las sociedades con las que trabajan sean justas, o por lo menos, lo más justas posible. A estas organizaciones las acaban llamando “activistas de” – derechos humanos, lucha contra el cambio climático, lucha contra la pobreza.
Los 80-90 fueron los años dorados del activismo de las ONGs, de la movilización social con fines de incidencia política. Algunas organizaciones fueron un verdadero contrapoder, y el término “no gubernamentales” estaba provisto de un halo de legitimidad.
Con la llegada de Internet llegó la desintermediación. El boom de este fenómeno se da con la consolidación de las redes sociales que cambian todo el panorama comunicativo. Este boom casi coincide en el tiempo con la crisis económica. Ambos elementos combinados dan lugar a la enorme crisis de confianza en la que nos encontramos ahora. Los ciudadanos confían cada vez menos en las organizaciones, en los medios de comunicación, en los políticos y en el llamado “sistema”. Lo positivo de esta situación es que, gracias a las nuevas herramientas de comunicación, los ciudadanos se sienten capaces de cambiar por sí mismos lo que estiman que debe cambiar.
En España, muy tocada por la crisis, las organizaciones asistencialistas no dan abasto. El incremento de la pobreza nacional que ha afectado sobre todo a las clases más bajas está provocando situaciones trágicas. Los comedores sociales están abarrotados, se vuelve a ver acciones de recogida de alimentos como en los años 80. Algunas organizaciones que sólo trabajaban en países en desarrollo empiezan a abrir programas en España.
A su lado, organizaciones que trabajan más en la incidencia política intentan alzar su voz reclamando cambios urgentes. Las políticas en los últimos años han olvidado las causas de los problemas que afectan a los más débiles. El desajuste toca todos los palos, desde el medioambiental, hasta derechos como el de la libertad de expresión. Es sangrante el caso de las políticas económico-sociales que favorecen la creación de riqueza dónde ya la hay incrementando la brecha entre ricos y pobres al desmantelar los servicios sociales.
En este panorama, las organizaciones vuelven a tener un rol importante. El término contrapoder se encuentra de nuevo presente en la mayoría de su trabajo. Aquellas que trabajan con ayuda inmediata ponen de manifiesto la cara oculta de un problema que afecta a cientos de miles de personas. Las llamadas activistas están trabajando en identificar y definir las causas de esos problemas y proponer soluciones. Con estas herramientas los ciudadanos pueden decidir qué hacer. Pueden organizarse solos, sumarse a esas organizaciones, exigir un cambio sustancial en el entorno político.
La gran duda es si “el sistema” dejará a las organizaciones ejercer ese contra-poder con la necesaria libertad o recaerán sobre ellas presiones administrativas, judiciales o campañas de contra-información. Si estamos en una democracia tan consolidada como queremos creer, nada de lo anterior sucederá. Pero por si acaso, aquí es donde la unión entre todos aquellos que quieren el cambio se torna indispensable. No hay que olvidar que la lucha contra la desigualdad y la injusticia siempre ha sido una cuestión de unión y de tesón.
La autora es Directora de comunicación en Intermón Oxfam y coeditora del blog 3.500 millones.
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