Alberto López Herrero
El intercambio, el préstamo y el alquiler de objetos, bienes o servicios han existido siempre, pero los elementos que resultan novedosos y que han impulsado y consolidado este movimiento conocido como economía colaborativa han sido una grave crisis económica que aún no hemos superado y las nuevas tecnologías. Ambas han logrado redefinir unas acciones que acompañan al ser humano desde el principio de los tiempos: conseguir algo para satisfacer sus necesidades.
La diferencia es que antes los intercambios se realizaban cara a cara y ahora la tecnología nos permite hacerlos a una escala que nunca antes había sido posible. Hasta hace no demasiado tiempo la posesión era el objetivo principal del consumo y en la actualidad prima más el acceso a ese bien o servicio y el uso que se pueda hacer de ellos. En eso tan básico consiste la economía colaborativa, un sector muy dinámico que crece cada minuto y que día a día alcanza nuevos campos y mayor número de países, animado por la búsqueda de alternativas por la crisis.
La lista de ejemplos no para de crecer: transportes, restaurantes, viajes, alojamientos, turismo, ahorro, servicios… Todo comenzó en San Francisco, cuando dos amigos alquilaron colchones hinchables ante la falta de plazas hoteleras en la ciudad. A partir de ese momento surgieron el coche compartido, las bicicletas públicas y más tarde los bancos de tiempo, las redes de intercambio… hasta llegar a términos que ahora ya a casi nadie sorprenden, como el crowfunding (financiación colectiva o micromecenazgo), el crowdsourcing (abastecimiento masivo) y el coworking (espacios compartidos de trabajo), y también a los huertos compartidos o a evitar el despilfarro de comida…
Dentro de la economía colaborativa existe la posibilidad de utilizar un producto sin la necesidad de adquirirlo (compartir coche entre varios usuarios, alquilarlo cuando el propietario no lo utiliza o el préstamo de bicicletas); adquirir o redistribuir bienes usados (mercados de intercambio o de segunda mano); y, por último, compartir e intercambiar bienes menos tangibles como tiempo, espacio, habilidades y dinero (alquiler de habitaciones, préstamo de dinero entre particulares, compartir Wifi, espacios de trabajo…).
El elemento común a todas estas aplicaciones tecnológicas que existen en teléfonos móviles e Internet y que dan la posibilidad de establecer nuevas formas de disfrutar de bienes y servicios sin adquirirlos es la confianza. Si la palabra compartir ha sustituido a competir por lograr un producto, la confianza es la moneda de esta nueva economía colaborativa y la reputación creada en las redes sociales su mejor capital. El éxito de este modelo no sólo está en lo que se ahorra, sino en las relaciones personales que se crean y que, de momento, no tienen fin, porque quien utiliza este medio y queda satisfecho no sólo lo divulga, sino que vuelve a utilizarlo y amplía su uso a otros campos.
Pero un sistema que parece tan idílico para los usuarios no lo es tanto para sectores tradicionales de la economía. El ámbito colaborativo y las nuevas tecnologías son muy dinámicos, pero la legislación está pensada para una economía industrial y productiva y esta novedad produce tensiones que necesitan ser reguladas más allá del propio autocontrol que imponen la confianza de los usuarios y la reputación on línea las distintas plataformas existentes. En estas aplicaciones subyace el peligro de una economía sumergida y, por tanto, de competencia desleal, o la existencia de intermediarios con comisiones de transacción que suponen un serio riesgo para el consumo colaborativo.
Por todo ello las leyes deben garantizar la igualdad de oportunidades, derechos y obligaciones fiscales y siempre proteger a los consumidores cuando hay beneficios por medio. Hacen bien los sectores que se sienten amenazados en exigir las mismas reglas del juego, pero al mismo tiempo deben tener capacidad de adaptación a esta nueva realidad que satisface necesidades de los usuarios de manera rápida y con precios más económicos, porque la economía colaborativa ha venido para quedarse y cada día va a más.
El sector aéreo con las líneas de bajo coste o algunas multinacionales con acuerdos puntuales con plataformas de alquiler de vehículos son dos buenos ejemplos de buena adaptación y convivencia de diferentes modelos económicos con los mismos objetivos: el producto y el consumidor.
El autor es periodista.
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