Menudencias
Más que garantía de respeto y cuidado de derechos ciudadanos, la justicia ha sido desde siempre una suerte de castigo. Dice la crónica que la “chicana”, cuya práctica resume todos sus males, nació con Casimiro Olañeta, casi junto a la República. Desde entonces ha sido la única constante de la historia patria. Y como los males que no se curan empeoran, a las causas originales se fueron sumando otras, entre ellas su politización, hasta llegar al punto que llegaron las cosas.
El ejemplo más dramático afecta directamente a miles de personas. El hacinamiento en las prisiones está en límites intolerables para la convivencia humana. Pero más grave aún, más del 70 por ciento de las personas alojadas en ellas permanece sin sentencia. La prisión preventiva en el país carece de un mínimo de racionalidad. Por lo general, es por tiempo indeterminado, aunque tiene plazos fatales. Hecha la ley, hecha la trampa, dice la sabiduría popular.
En esa situación, y porque hay mucha gente que ni siquiera sabe por qué está donde está, ni mucho menos hasta cuándo, hay violencia como el registrada recién nomás en la penitenciaría principal de Cochabamba. Allá se combinaron la ley del más fuerte, la prepotencia del carcelero y la corrupción de jueces y fiscales en una bomba social cuyo estallido permanece en el silencio.
Por supuesto, la retardación de justicia no sólo es responsabilidad de jueces y fiscales. Es cuestión de recursos materiales y límites humanos. Y de normas específicas. Lo resumió el presidente del Tribunal Supremo de Justicia, Jorge von Borries, cuando recordó que aún están pendientes de aprobar los nuevos códigos penal, civil y laboral. “Debían estar concluidos a los dos años de funcionamiento de la Asamblea Legislativa (en el 2012). Estamos a más de tres años y nada”, dijo. “No podemos hacer nada, si las normas no nos lo permiten”.
Las fallas conceptuales y la tozudez política en llevar adelante por intereses coyunturales la primera elección de jueces hacen crisis hoy. El Presidente, su principal promotor entonces, reconoció que fue un error. El común de la gente lo había percibido ya cuando en mayoría se abstuvo de votar, o votó en blanco o nulo, pese a lo cual se legitimó la elección. La Ministra de Justicia puso el dedo en la llaga. Los magistrados, explicó, designan funcionarios y jueces “ineptos” porque están pagando deudas a “padrinos” que los
patrocinaron como candidatos. Fueron candidatos designados también a dedo. La ministra dijo que hay autoridades judiciales “que jamás han ejercido la profesión de abogacía y están allí como magistrados”.
Así las cosas, es atractiva la propuesta de “revolucionar la justicia”. Más que eso, es una necesidad tan fuerte que no requiere consulta específica. Todos marcarían Sí, si se les pregunta. La gente espera un sistema judicial rápido y oportuno. Que se administre de manera justa, ética y equitativa. Coinciden todos en que se debe destituir y sancionar a jueces y fiscales corruptos. En general, a todos los funcionarios públicos que tienen esa conducta. Corrupción y falta de transparencia en la administración de los bienes del Estado corre aparejada a los problemas del sistema judicial. O son consecuencia directa de ellos.
Si de lo que se trata es, referéndum mediante, de revocarles mandato a los magistrados elegidos en el 2011 hay otros mecanismos para hacerlo sin cambiar la Constitución. De hecho, ocurre ya con el juicio a tres magistrados del Tribunal Constitucional, suspendidos en sus funciones por decisión de la cámara de diputados y sometidos a juicio en el senado. Su caso, sin juzgar si es correcto o no lo que se hizo con ellos, es un precedente. Jorge von Borries, en el afán de resolver la crisis terminal del sistema, dijo también “podemos renunciar antes y dejar la puerta abierta para que nombren a otros que lo hagan mejor”. Claro, esa salida requiere ética y responsabilidad profesional poco comunes estos tiempos.
El tema de fondo, más que de preguntarle a la gente, es definir el camino a seguir para esa “revolución”, visto que el que se transitó hasta ahora conduce al despeñadero. Esa definición no pasa, racionalmente, por una consulta popular, aunque sea políticamente atractiva. Muchos inteligentes juntos, dicen los sociólogos, forman generalmente un burro grandote.
La solución requiere voluntad política con la mira exclusiva en ese objetivo, ajena a otros intereses. De gente que respeta las leyes, por mucho que afecte intereses políticos coyunturales. Más que en el sistema, la falla está en quienes lo administran. Por buena que sea la ley, si no se la aplica correctamente hará más daño que bien. Requiere gente con formación académica y experiencia, calificada en base a méritos profesionales y un severo control de antecedentes morales y éticos, que trabaje sin presiones ajenas. Es decir, que no tenga que pagar favores a sus patrocinadores políticos. Y por supuesto, leyes acordes a la nueva realidad para que no ocurra lo que ocurre, cuando los nuevos códigos duermen el sueño de los justos. Nada más.
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