Algo más que palabras
II
En los últimos tiempos, se vienen produciendo, en todo el orbe, fenómenos vergonzosos para la propia especie humana, auténticos fenómenos de explotación, sobre todo en perjuicio de los trabajadores más débiles, migrantes o marginales. En todos los países se debieran asegurar unos niveles salariales adecuados al mantenimiento del trabajador y de su familia, incluso con cierta capacidad de ahorro. Igualmente, todas las naciones debieran asegurar una cultura más humana y menos interesada.
De no cesar este injusto clima de despropósitos, podemos llegar a un suicidio colectivo de la propia especie, unos por amargura y otros por tormento. Naturalmente, no podemos quedarnos quietos sin hacer algo. Hay que reiniciar nuevos modos y maneras de vivir, escuchando todas las voces, y cuidando mucho más las desapariciones forzadas. Tampoco podemos truncar proyectos de vida porque nos estorben o nos sean molestos para nuestros intereses. Sin duda, el mundo ha de reconciliarse con su propia especie y buscar menos divisiones que no conducen a buen puerto.
La dársena de la paz llega por la vía del entendimiento, sin vencedores ni vencidos, sin destrucción del adversario, sin muchedumbres explotadas y oprimidas, con la liberación de los ciudadanos y la consolidación de sus derechos y obligaciones. ¡Triste época la nuestra! Desgraciada la generación que desprecia a sus mismos progenitores, a su idéntico linaje, cuyos gobiernos merecen ser juzgados y cuya justicia es una injusticia permanente. El mercado todo lo compra, todo lo decide a su manera y antojo, sin contar con los moradores de los pueblos, sobre todo aquellos ciudadanos extenuados por largas e intensas privaciones que piden logros de bienestar tangibles a sus dirigentes de manera inmediata, y una adecuada satisfacción de sus legítimas aspiraciones.
Indudablemente, es muy fácil sembrar lenguajes, apenas cuestan nada las palabras, pero la reconstrucción moral exige algo más que buenos deseos, o una concepción de la realidad impuesta por la fuerza, requiere reconocer íntegramente el valor supremo del ser humano, de la conciencia humana, vinculada únicamente a una atmósfera de armonía globalizada. Por tanto, hay que ir más allá del mero reconocimiento de estos derechos universales para reafirmar, que es un estricto deber de justicia, impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales de algunos ciudadanos, o sea las básicas, mientras otros lo dilapidan todo.
Advertía, en su tiempo, el filósofo griego Aristóteles, que “cometer una injusticia era peor que sufrirla”. Pienso que tenía razón. En consecuencia, que circunstancias como el lugar en el que una persona nace, se desarrolla, su género o grupo étnico, determinen su calidad de vida, es la mayor iniquidad que pueden cometer unos sujetos pensantes. Ciertamente, la inmoralidad siempre es diabólica, pero es más horrorosa ejercida contra un desdichado. Por desgracia para todos nosotros, estamos creando un mundo cruel, con modelos de desarrollo discriminatorios, insostenibles y corruptos, donde el diálogo ya está marcado por el poder, y no por los pobres.
Miles de millones de ciudadanos se encuentran totalmente desprotegidos, sin protección social alguna, y todo por haber nacido en un territorio castigado por la exclusión. Ahí radica el gran absurdo nuestro, pretendemos ser justos sin serlo, es el guión perfecto para la obra maestra de la deslealtad. ¿Habrá mayor ingratitud que ser traidores con nuestra propia estirpe? El corazón ciudadano, obviamente, no puede estar muy tranquilo.
Nuestra obligación de sobrevivir va en los genes, y además va consonancia con nuestro específico hábitat, con ese cosmos armonioso del cual dependemos. Por tanto, el mundo tiene que equilibrarse hacia la inclusión social, no puede permanecer impasible a tantas lágrimas vertidas por corazones inocentes, que forman parte de su mismo tronco humano. Esta es la gran movilización pendiente, que no es otra que un llamamiento a la justicia social más allá de las conmemoraciones, que están bien, pero qué mejor estarían con otras políticas de hechos y de iniciativas.
Yo, de momento, no veo corrección por ningún sitio; en cambio, sí que veo un descontento planetario común que debiera conmovernos al menos para ponernos a trabajar en serio. Sobran las promesas. Y, desde luego, faltan nuevos aires para que las crisis humanitarias no sigan avanzando. Por eso, la falta de justicia social universal debería constituir una ofensa para todos nosotros, pues, como dice un adagio, al ser humano sólo le puede salvar otro ser humano.
El autor es escritor.
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