Entre cartas, poemas y cuentos
Octavio Campero Echazu
Se han dormido tus ojos para siempre.
Para siempre, cansados de buscarme.
–Tus ojos en que ardía la suprema
nostalgia de los mundo siderales–.
¡Despiértalos, Señor, en las estrellas
que me miran piadosas por la tarde!
Se ha deshecho en ceniza
tu corazón, cansado de esperarme.
–Tu hermoso corazón: pasta de rosas
que amasaron los ángeles–.
¡Haz, Señor, que florezca en el capullo
de las rosas más rojas de tus cármenes!
Se ha apagado tu voz en la alta noche,
cansada de llamarme
–Tu voz que acariciaba como una
melodía de sedas musicales_.
¡Haz, Señor, que la escuche en las sutiles
vibraciones del aire!
Con los brazos en cruz, crucificado
entre el día que muere y el que nace,
yo haré una antena viva de mis nervios
para captar, ¡oh madre!,
en el viento de Dios un signo tuyo,
una palabra tuya que me salve.
¡Oh, dime, dime, dime
en dónde he de encontrarte!
En la tierra que guarda la madura
cosecha de la carne,
o en el remanso azul del firmamento,
terriblemente mudo e insondable?. . .
Desgarrará mi grito el infinito. . .
Y al evocar tu imagen,
bajo el polvo de oro de los astros
en que tu polvo es polen que renace,
aspiraré tu alma en el perfume
de los nocturnos cálices. . .
Con un escalofrío de ternura
sentiré el inefable
aroma de tu vida
desleído en mi sangre. . .
Y asomará tu espíritu a mis ojos
como un lirio de aguas de mi valle.
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