Herminio Otero Martínez
Un niño superviviente del accidente de un avión de Spanair en Madrid, en agosto de 2008, resumió la tragedia para bomberos y policías que lo rescataban: “¿Cuándo termina la película?”. De tan acostumbrados como estamos a las pantallas comenzamos a contemplar la realidad a través de pantallas interpuestas, fenómeno que Jean Baudrillard bautizó como “efecto pantalla”.
Muchos adolescentes han descubierto el placer de ser masajeados con infinitos y continuos mensajes que les llegan de sus iguales o que ellos lanzan a sus grupos afines para demostrar que son alguien. Refuerzan su intimidad mientras la exhiben como si no pudieran llegar a ser personas de verdad sin una continua exposición o como si la inexistencia les amenazara si no ven su vida reflejada en el espejo de una pantalla.
Desde comienzos de los años noventa se ensalza la postura que reconoce una sabiduría natural de los jóvenes para alfabetizarse en los nuevos medios, a la vez que se considera a las nuevas tecnologías como un medio para encauzar y expresar la espontaneidad, la imaginación y la rebeldía juvenil.
Coexisten ahora realidades distintas: las realidades en espacios físicos materiales se alternan con las realidades digitales. En este entramado tecnológico irrumpió con fuerza a través de Internet la ‘cultura Messenger’, con mensajería instantánea masiva.
Millones de personas comenzaron a relacionarse con el mundo a través del MSN Messenger, que permitió crear una lista de contactos o agregados –y saber si estaban conectados–, además de poder emprender conversaciones simultáneas, intercambiar archivos de texto o imágenes y un sinfín de posibilidades más. Los jóvenes lo convirtieron en su herramienta de comunicación preferente. Mediante su uso comenzaron a poner en circulación significados, opiniones, puntos de vista, información. Al mismo tiempo alteraron los hábitos de la vida cotidiana. La televisión, que desde hacía poco más de 50 años se había instalado en las casas, ha sido superada ahora por Internet y toda su parafernalia técnica, que modifica el entorno y las maneras en la que sus usuarios se sitúan frente al mundo.
La cultura Messenger potenció la independencia de los jóvenes recluidos en su propio hogar y los mantuvo dependientes de las nuevas tecnologías, que se convirtieron en un bien de primera necesidad para ellos, en el ocio, para realizar trabajos y estudios, para buscar información y para relacionarse a través de los chats y foros.
Unos años más tarde, la tecnología inalámbrica los sacó de su habitación y puso en sus manos pequeños aparatos con los que estaban conectados a la realidad desde cualquier parte del mundo. Así se hizo más verdad lo que Messenger les había dado: la capacidad de tener una relación “cercana” con gente que físicamente estaba “lejana”, mantener contactos y conversaciones “sin límite” y establecer una comunicación a la carta, configurada por la propia persona a su medida y en función de sus intereses y necesidades.
Con todo esto, se dio un fenómeno curioso: en las interacciones entre las personas, lo importante, que ocurría cara a cara y en el contacto físico y “personal”, y lo íntimo, lo más nuestro, lo intocable, se desplazó paulatinamente a ser narrado y reflexionado en la interacción virtual con personas a veces desconocidas o lejanas. Eso llevó a una trivialización de las conversaciones, nuevas combinaciones entre lo público y lo privado o entre la esfera individual y social, con efectos y resonancias en la identidad “verdadera”.
El periodista Lluis Bassets califica de gesto revolucionario al “gesto más repetido en nuestras vidas digitales, que es el de sacar el teléfono móvil del bolsillo para consultar los mensajes nuevos. Según los expertos, quienes usamos smartphones, lo repetimos obsesivamente una vez cada cinco minutos mientras estamos despiertos”.
Hasta hace muy poco se decía que una carta de amor era la que comenzabas a escribirla y no sabías qué ibas a poner y, cuando terminabas de escribirla, no sabías lo que habías escrito. Las cartas han desaparecido pero muchos jóvenes, locos por la mensajería instantánea, pulsionan continuos mensajes a cualquier hora del día y desde cualquier lugar, quizás sin saber qué dicen y sin recordar al final qué han dicho. Todo muy instantáneo, muy auténtico… o muy trivial.
El autor es periodista y escritor.
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