María Guerrero Escusa
Las crisis forman parte de la vida. Todas las personas atravesamos situaciones difíciles, problemáticas incluso límites a lo largo de la vida que nos sumen en estados de confusión y angustia. Pero sólo algunos recurren al suicidio como forma de salida de ese laberinto loco que enturbia la mente, otros buscan salidas para afrontar la dificultad fortaleciéndose en cada punto del camino y capacitándose para salir a un sitio nuevo de sí mismos.
En una crisis suicida, ¿qué es lo que hace la diferencia entre el deseo de vivir y el de morir? La vinculación y el sentimiento de pertenencia son el alimento del deseo de vivir.
Una persona sometida a diálisis me hablaba en una ocasión de su idea convertida en deseo de quitarse la vida. Respondía a mi intento de reflejarle el dolor que supondría para su familia su muerte, diciendo lo siguiente: “No le importará a nadie. Mi mujer y yo hace años que dormimos en camas separadas, apenas nos hablamos, sólo nos soportamos porque no hemos tenido el valor para romper nuestro matrimonio. Mis hijos ni me preguntan cómo estoy y, cuando se refieren a mí, lo hacen en términos despectivos. No tengo amigos que me visiten ni trabajo por realizar porque esta enfermedad me impide trabajar ¿Qué hago aquí? Solo soy un estorbo sujeto a una máquina que limita mi vivir diario y, sobre todo, ¡estoy tan solo!”.
La dimensión social del hombre es fundamental para su desarrollo como persona. Necesitamos sentirnos pertenecientes e integrados en un sistema a partir del cual desarrollamos nuestra identidad personal. Cuando no es así y la desvinculación o el desarraigo dominan la relación con el entorno personal, aparece el aislamiento, falta de interés por los demás, comunicación escasa y encerramiento en sí mismo favorecido por mecanismos de defensa que acrecientan el muro ante la vida.
Los modelos aprendidos referentes al modo de afrontar las dificultades suponen un referente poderoso, así la imitación de repertorios de respuestas ante el estrés puede dar como resultado la muerte en los casos en los que personas significativas optaron por el suicidio. Recuerdo una adolescente de 16 años que hasta en dos ocasiones se lanzó por el mismo balcón de su casa del que se había lanzado su madre apenas unos años antes. En una de esas ocasiones, por un desengaño amoroso; en la otra, por un suspenso y el temor a decepcionar a su padre.
Las familias desestructuradas suponen otra fuente de riesgo por las anomalías en la estructura de la personalidad que la falta de amor, la comunicación abierta y las carencias de cuidado y afecto pueden generar en sus miembros.
Por tanto, lo que marca la diferencia entre querer vivir y querer morir es el sentimiento de pertenencia a un grupo, a partir del cual desarrollamos nuestra identidad personal.
La autora es psicóloga, profesora Universidad de Murcia.
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