Martiniano Acosta
Los pájaros se sorprendieron cuando se encontraron con un hombrecillo enjaulado en la esquina del barrio.
Dieron vuelta alrededor de la jaula, examinándola con cierta desconfianza.
El hombrecillo, desde su prisión, les miró con unos ojos empapados de tristeza. Producía tanta lástima que los pájaros resolvieron llevárselo para la casa para que no se sintiera apesadumbrado.
Durante el recorrido, muchos pájaros curiosos del barrio de Santa Ana de Baranoa se arremolinaron, hablaron y se enteraron del hallazgo.
El hombrecillo acosado por las bandadas y el ruido de sus cantos, se refugió en un rincón de la jaula y daba la impresión de ser un montoncito de carne y huesos con ganas de palpitar.
Los pájaros colgaron la jaula en la mitad del patio, debajo de un frondoso árbol de ciruelas para que todos los pájaros de la ciudad y de los alrededores pudieran observar cómodamente al hombrecillo enjaulado.
Por las noches, lo metían a la casa y lo colgaban de un clavo de la pared. Con ello, evitaban que los zorros o cualquier otro animal nocturno y carnívoro armara su festín con el hombrecillo.
Los pájaros le ponían toda clase de alimentos: frutas maduras, ají, pimentón, alpiste, guineo maduro, pero el hombrecillo no probaba tales raciones de comida. Sólo tomaba agua en los tarritos de aluminio que le pasaban
por debajo de la puerta. Y a veces se le veía saltar de un aro a otro, en un rito casi instintivo.
Los ojos se le fueron tornando más tristes y la nostalgia se le convertía en agua que se regaba por toda la jaula y caía a chorritos por el suelo. Desde que lo encontraron en la esquina del barrio y lo trajeron a la casa –en una actitud de protección y ayuda– nunca se le escuchó un trinar o por lo menos un silbido.
Entonces, lo pájaros observando el estado deplorable del hombrecillo, tomaron una decisión.
Al día siguiente, la jaula fue conducida al parque más cercano. Una fila de pájaros pobló las calles y también el aire se llenó de comentarios. Entre ellos algunos pájaros estaban de a-cuerdo con que soltaran mientras que otros no compartían la decisión. A pe-sar de alguna resistencia, la puerta de la jaula se abrió. El hombrecillo giró sus ojos y observó el círculo de pájaros que lo rodeaba. Dudó un instante en abandonar la jaula que lo tenía prisionero. Dio varios saltos hacia delante. Olfateó el aire limpio del parque y de las callas de Santa Ana de Baranoa.
De inmediato, alzó vuelo en un rápi-do aleteo de codorniz asustada. Todos le siguieron la dirección con la mirada hasta cuando se volvió un puntito ne-gro en el vasto cielo.
De la Revista PRISMA.
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