Hans Dellien S.
Cuando el Papa Francisco nos visitó, dijo una frase que es iluminadora en relación con el Cardenal Terrazas: “El que no vive para servir, no sirve para vivir”. No tuve la suerte de conocerlo personalmente, a pesar de mis esfuerzos por lograrlo, pero el caso es que sin una estrecha amistad, a este hombre ¡lo quería entrañablemente! Y el vínculo que me permitió este sentimiento fue la primera homilía que le oí en la catedral Metropolitana Basílica de San Lorenzo, de Santa Cruz. Desde entonces no he perdido domingo que no busque su mensaje a su grey capitalina.
El valor de este singular paradigma del clero boliviano y cruceño es su personalidad y cualidades humanas que lo distinguían. De carácter afable, sonrisa permanente y amabilidad con todos a quienes dirigía su mirada clara e iluminada, con una voz suave y vibrante sabía decir las cosas duras para el hombre en relación con sus debilidades y grandezas. En cada evangelio, invariablemente del fondo del mensaje bíblico, él relacionaba indirectamente con la vida humana y sus concupiscencias, entregando siempre un mensaje clarividente de las parábolas del Nuevo Testamento.
Su palabra llegaba a los oídos de todos como una verdad que no habíamos descubierto hasta ese momento y que coincidía con los sentimientos religiosos, sociales y humanos que era necesario comprender en cada oportunidad. Sus homilías fueron desde entonces y siempre, una pedagogía litúrgica aclaratoria tanto de los misterios del dogma católico como de los problemas de los humanos, agobiados por pensamientos inmersos muchas veces en dudas sobre el destino y vía crucis de cada quien.
Y hacía esclarecimiento, sobre todo de los vaivenes de la política que a todos nos afecta, señalando la sindéresis en cada oportunidad, enseñando el camino a seguir, el camino que Dios nos manda a través de la moral y ética de la Iglesia desde hace veinte siglos. Su humanismo no era sólo intelectual y espiritual sino también material, y su apoyo y amistad con los pobres era proverbial.
El Cardenal decía en su palabra, con la nitidez de un visionario y la fortaleza de un líder, la verdad sobre cada problema de nuestra sociedad, por ejemplo la pobreza, enfatizando que la verdadera riqueza es la del espíritu, sin dejar de lado las necesidades de las mayorías, que deben ser atendidas no con demagogias sino con soluciones racionales y de raíz humanitaria, con equidad y respeto que merecen.
Sobre la honestidad y su enemiga la corrupción, su voz era sonora, vibrante y valiente, igual que en el tema del aborto, el crimen contra la mujer, el mito de la sexualidad, pues su palabra decía lo que deber ser de acuerdo con las escrituras sagradas. Así el Cardenal era el apóstol que realizaba su razón de vivir, ofertada a todos los que querían oírle y aprender. Fue el amigo y señor de las verdades. Su misión se ha cumplido y ahora atendió con obediencia el llamado de Dios. ¡Honremos la dignidad de su trabajo y apostolado!
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