En Asia, África y América Latina el desarrollo acelerado ha tenido lugar mayoritariamente a partir de la Segunda Guerra Mundial. En un lapso de tiempo de una brevedad excepcional a todo lo largo de la historia universal, la modernización de estas naciones ha conseguido éxitos innegables (como la industrialización de sociedades de Asia Oriental, que habían permanecido estáticas durante siglos o milenios), pero también ha causado daños ecológicos irreparables a escala planetaria, ha originado aglomeraciones humanas realmente monstruosas, ha dilapidado recursos naturales que tardaron eras geológicas en formarse y, en la mayoría de los casos, no ha logrado brindar un sentido existencial a las dilatadas masas arrancadas precipitadamente de sus raíces tradicionales. Esta evolución nos conduce al núcleo del gran dilema actual: las sociedades del Tercer Mundo, como la boliviana, aceptan gustosamente los adelantos técnicos y económicos de la civilización occidental, pero sienten una notable reticencia con respecto a los modelos culturales y políticos que provienen de ese mismo Occidente, como la democracia pluralista, el debate libre de opiniones discordantes y la crítica de las propias tradiciones. El rechazo de estos últimos aspectos conforma una mentalidad que está fuertemente arraigada en América Latina. Numerosos grupos sociales se muestran todavía proclives al consenso compulsivo, al verticalismo en las relaciones cotidianas y a una colectividad de estructuras rígidas y piramidales. Aunque esta tendencia está disminuyendo gracias a la educación moderna, a la utilización de la tecnología contemporánea y a la acción de las redes sociales, aún es muy vigorosa la negativa a reconocer el valor primordial de la libertad humana, lo que lleva al desprecio de los modelos democráticos y al ensalzamiento concomitante de sistemas autoritarios y colectivistas.
Hasta comienzos del Siglo XX la sociedad boliviana no conoció una discusión con repercusiones políticas en torno a las libertades individuales. Durante el periodo colonial existía una atmósfera general signada por el autoritarismo y el dogmatismo, en la cual no pudo surgir una amplia corriente favorable al libre albedrío individual y a las decisiones racionales de la consciencia. En un orden básicamente colectivista, como era el colonial y sigue siendo el actual, los valores positivos de orientación estaban y están centrados en torno a la dignidad nacional, la justicia social, la identidad grupal, la autonomía con respecto a otros centros de poder, el respeto a las jerarquías tradicionales y la preservación de las convenciones y rutinas prevalecientes. Habitualmente estos valores son intuidos con mucha emoción porque tocan las fibras íntimas de la nación. Su carácter gelatinoso y colectivista dificulta, sin embargo, una definición argumentativa y un tratamiento razonable de los mismos. El resultado ha sido y es un modelo civilizatorio que presta poca atención a libertades públicas y derechos humanos, que son fenómenos que atañen a individuos concretos en situaciones específicas, en comparación con los valores antes mencionados (dignidad, tradición, identidad), que casi siempre han tenido una función retórica y una cualidad colectiva.
Todavía hoy liberal suena a un exceso de libertad, a un intento de no acatar las normas generales del orden social y al propósito de diferenciarse innecesariamente de los demás. El ejercicio efectivo de las libertades políticas y de los derechos humanos nunca ha sido algo bien visto por la colectividad boliviana de intelectuales. Los diferentes modelos sociales en América Latina han preservado un poderoso cimiento que puede ser caracterizado como católico, antirracionalista, antiliberal y proclive a la integración de todos en el conjunto preexistente. Por ello las sociedades latinoamericanas -y la boliviana- siempre se organizan y reorganizan según principios orgánico-jerárquicos y anti-individualistas. La libertad individual sólo es tolerada como sometimiento bajo un Estado fuerte que determina autocráticamente que es lo bueno y lo justo. La cultura política boliviana, por ejemplo, resulta ser un sistema de ordenamiento social que denota un arcaísmo mantenido artificialmente, una herencia autoritaria enraizada en profundidad y un nivel organizativo que ha sido superado por la evolución planetaria.
El enorme desarrollo actual de la tecnología ha modificado muchos aspectos de la cultura latinoamericana y boliviana. Basta señalar los campos de los transportes y las comunicaciones. Los sectores juveniles han sido los más afectados por el despliegue técnico contemporáneo, también en sus valores de orientación. Pero algunas cosas cambian muy lentamente, sobre todo en la esfera de las creencias profundas y los mitos colectivos. El mejor ejemplo de esta constelación general ha sido el retorno de rutinas y convenciones premodernas y predemocráticas bajo el manto de regímenes progresistas, como el llamado socialismo del Siglo XXI. En Bolivia tenemos el caso de los partidos populistas con fuertes rasgos autoritarios, que bajo consignas revolucionarias y altisonantes -empezando por los nombres de los partidos- han tratado de generar procesos de cambio radical: el Movimiento Nacionalista Revolucionario, el Movimiento de la Izquierda Revolucionaria y el Movimiento Al Socialismo. Aproximadamente cada treinta años (1952, 1982 y 2006) un partido populista toma el poder e impone al país sus formas específicas de hacer política y de manipular a la opinión pública. Esta calamidad recurrente de la nación boliviana debe ser considerada como uno de los impedimentos más vigorosos para la democratización y modernización del país. Los movimientos populistas recién mencionados han pretendido encarnar un nuevo paradigma de hacer política, presuntamente más cerca de las “realidades” nacionales, pero hoy en día el resultado final puede ser calificado como muy modesto, en todo caso muy alejado del propio programa de estos partidos. Estos movimientos han reanimado cuatro fenómenos que se arrastran desde la era colonial española y, por lo tanto, han conservado cuatro rutinas de vieja data:
- El Poder Judicial y sus anexos, como las fiscalías, no gozan de autonomía en su funcionamiento cotidiano y se hallan subordinados a las instrucciones del Poder Ejecutivo, a menudo con intenciones políticas y practicando incursiones en una crasa ilegalidad.
- Todos los órganos de la administración pública conocen fenómenos muy dilatados de corrupción (en el plano ético) e ineficacia técnica (en el funcionamiento cotidiano). A esto se añade la prevalencia de códigos informales o paralelos de conducta, que impiden una autovisión crítica de todas estas instituciones.
- El sistema educativo en general y el universitario en general se destacan por su naturaleza anticuada y por su creatividad intelectual muy reducida.
- En una sociedad cerrada sobre sí misma se mantiene incólume una robusta cultura política del autoritarismo, con sus apéndices del centralismo, el prebendalismo y el machismo. Se sigue privilegiando el consenso compulsivo y desalentando el disenso fructífero; la astucia práctica predomina sobre la inteligencia creadora.
El país ha cambiado mucho en los últimos tiempos, pero algunos aspectos de la Bolivia profunda han permanecido relativamente incólumes: el desprecio colectivo por la investigación científica y la universalidad del saber, el desdén por la literatura y los libros, la indiferencia hacia los derechos de terceros, la admiración por la fortuna rápida, la envidia por la prosperidad ajena, la productividad laboral sustancialmente baja y el enaltecimiento de la negligencia y la indisciplina como si fuesen las características distintivas de una sociedad espontánea y generosa. Necesitamos una visión crítica de nuestra realidad, exenta de los infantilismos tranquilizantes de nuestras herencias culturales, una visión inspirada simultáneamente por un impulso ético, para comprender adecuadamente nuestras carencias.
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