Algo más que palabras
Somos de una estupidez supina. Nos mueve la simpleza de la veneración de los ídolos. Y, sin embargo, apenas nos conmueve que nuestros propios entornos sean poco saludables. ¿Dónde está nuestro intelecto? La majadería insiste siempre, vuelve a todos los foros, que nada suelen aportar para el cambio, sino más de lo mismo, a pesar de que la propia especie pensante esté en peligro. Lo que domina son las dinámicas de una economía sin moral alguna y de unas finanzas carentes de ética.
Nada importa que las enfermedades no transmisibles como embolias, infartos, cáncer y padecimientos respiratorios representen dos tercios de las muertes debidas a espacios contaminados. Para desgracia nuestra, en lugar de despertar, continuamos torpemente impurificando aguas, desnaturalizando cauces, adulterando hasta el mismísimo aire, mientras nos quedamos tan indiferentes, tan pasivos, tan adormecidos. A veces pienso que nos han adoctrinado en la indiferencia, en el borreguísimo de dejar pasar, de dejar hacer; pues nada parece decirnos que unos 12,6 millones de personas mueran cada año debido a que viven o trabajan en entornos poco higiénicos, aunque lo avale un estudio reciente de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
No hay mayor destrucción para el propio ser humano que él mismo, que su estúpida maldad oculta en los numerosos dobleces que tenemos en nuestra personalidad, en nuestro modo de vivir excluyéndonos unos a otros, en nuestra singular convivencia. Es cierto, el cambio empieza por cada uno de nosotros. Todos formamos parte de la solución. Ahora bien, tenemos que dejar de ser el problema. Por muchos cerebros que cosechemos, a través de las enseñanzas superiores, sus actuaciones van a ser estériles contra cualquier torpeza, disparate, desatino, insensatez, dislate, que esté de moda.
Considero, en consecuencia, una importante noticia que el próximo 22 de abril, líderes procedentes de todo el mundo se reúnan en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York para firmar el histórico Acuerdo de París, sobre el cambio climático. Indudablemente, hallaremos soluciones adecuadas si actuamos juntos y armónicos. A mi juicio, hoy más que nunca, precisamos fomentar réplicas colectivas, generadas desde el profundo amor a la vida. Sólo así podremos ser capaces de superar actitudes de desconfianza y promover una cultura de la solidaridad, del encuentro y el diálogo. Más pronto que tarde deberíamos fraternizarnos con la sencillez, la naturalidad y la llaneza. Nadie es más que nadie. Y todos somos necesarios, mal que nos pese.
Decía, precisamente, Albert Einstein que “todo el mundo tiene que sacrificarse de vez en cuando en el altar de la estupidez”; y, en verdad, cuando menos deberíamos reflexionar sobre ello, pues no basta tener conocimientos, es necesario saber utilizarlos con responsabilidad. A mí, personalmente, me cuesta comprender las riadas de daños que nos hacemos mutuamente; algo estúpido, pero que está ahí, en cada esquina, en cada rincón de nuestro planeta.
¡Cuántas veces jactándonos de sabios nos volvemos estúpidos! Sea como fuere, este horizonte de luces y sombras debe hacernos a todos plenamente responsables. Al fin y al cabo, como decía José Saramago, “somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos; sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir”. Naturalmente, sí cada uno cuida su espacio, los espacios estarán protegidos. Es cuestión de compromiso.
Nos hace falta comprometernos con la autenticidad, pues siempre somos el principal responsable de lo que nos pasa. En ocasiones, pienso que estamos ante un enorme y dramático choque de maldades que nos sobrepasan; y, en medio de este conflicto, donde los incautos, estúpidos y malvados conviven, todos nos vemos implicados de alguna manera; y, por consiguiente, obligados a participar activamente, con el encargo ineludible de elegir incondicionalmente a favor de la vida, a favor de nuestra casa común, a favor de nuestra existencia, de nuestro linaje en definitiva.
He aquí la palabra justa que nunca perderá vigencia: no es la violencia la que puede todo, sino el amor; tampoco es la estupidez concienzuda la que tiene la última palabra; sino la astucia, la sagacidad, la perspicacia, la que nos hace modificar actitudes, haciéndonos llorar ante nuestros errores y ante nuestras altanerías. ¡Aceptemos la enmienda! Ya saben, también rectificar a tiempo es de sabios. ¡Muera la estupidez humana!
El autor es escritor.
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