“Sin este lago, ¿a dónde iremos?”

La tragedia del Poopó y los nuevos refugiados climáticos



Los alimentos se agotan cada día que pasa para los urumatos. Muchos de ellos optaron por dejar su tierra, buscando nuevas alternativas de vida.
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La desaparición del lago Poopó pone en riesgo la identidad de los uru-muratos, que se adaptaron a las conquistas de los españoles y los incas y ahora luchan por ajustarse a este trastorno ambiental.

El agua menguó y los peces murieron. Salieron decenas de miles a la superficie, con el vientre hacia arriba, y durante semanas el hedor se estancó en el aire.

Las aves que se habían alimentado de los peces no tuvieron otra opción que abandonar el lago Poopó, que alguna vez fue el segundo más grande de Bolivia, pero ahora no es más que una expansión de tierra seca y salada.

Así como muchos otros pobladores, gran parte de los uru-muratos, una etnia que ha vivido a orillas del lago por generaciones, también se fue; ahora se han unido al éxodo mundial de refugiados que no huyen de la guerra, sino del cambio climático.

“El lago era nuestra madre y nuestro padre”, dijo Adrián Quispe, uno de cinco hermanos pescadores cuyas familias vivían en Llapallapani. “Sin este lago, ¿adónde iremos?”.

Tras sobrevivir a décadas de desvíos de agua e inundaciones cíclicas ocasionadas por fenómenos como El Niño, el lago Poopó simplemente desapareció en diciembre.

El efecto dominó trasciende a la pérdida del modo de vida de los hermanos Quispe y cientos de otras familias de pescadores, además de la migración de la gente que se vio obligada a dejar sus hogares porque ya no son viables.

La desaparición del lago Poopó pone en riesgo la identidad misma de los uru-muratos, la etnia indígena más antigua en la región.

Durante generaciones se adaptaron a las conquistas de los españoles y los incas, pero parece que no podrán ajustarse al trastorno ocasionado por el cambio climático.

Desde la muerte de los peces en 2014, una buena parte de los 3.700 urus de Llapallapani y dos poblados cercanos se han ido a trabajar a las minas de plomo y las salinas, a una distancia de casi 322 kilómetros, donde están luchando por adaptarse; los que se quedaron ganan lo imprescindible como agricultores o apenas sobreviven en lo que solía ser la orilla del lago.

Eva Choque, de 33 años, sentada al lado de su casa de adobe, secaba carne por primera vez sobre el lazo del tendedero. Anteriormente, ella y sus cuatro hijos solo comían pescado.

En la región se les conocía como “la gente del lago”. Algunos habían adoptado el apellido Mauricio por el mauri, que es como se conoce al pez que antes pescaban a raudales.

Veneraban a San Pedro porque eran pescadores y cada septiembre le ofrendaban pescados a la orilla del agua, pero esa celebración terminó cuando los peces murieron hace dos años.

“Esta es una cultura milenaria que ha estado aquí desde el comienzo”, explicó Carol Rocha Grimaldi, una antropóloga boliviana, cuya oficina muestra una fotografía satelital de todo el lago, una escena surreal en la vida real. “¿Y las personas del lago pueden existir sin él?”. “Aceptamos que el lago moriría algún día”.

Es difícil explicar la importancia de la pesca para los urus. Cuando le preguntamos a Quispe si se ganaba la vida como pescador, nos devolvió una mirada de extrañeza antes de contestar, básicamente, ¿es que existe algún otro trabajo?

Los hombres pasaban períodos de hasta dos semanas en el lago, buscando bancos de karachi, un pez gris parecido a una sardina, o de pejerrey, que tenía enormes escamas y crecía hasta alcanzar el tamaño del antebrazo de Quispe. Algunas esposas, junto con sus maridos, jalaban las redes y cocinaban, haciendo del bote una especie de segundo hogar.

La temporada de pesca comenzaba en la orilla del lago con un ritual conocido como “la remembranza”.

Los hermanos Quispe se encontraban entre los 40 hombres de Llapallapani que pasaban toda una noche masticando hojas de coca y bebiendo licor.

Juntos recitaban los nombres de los principales sitios del lago Poopó y el lugar donde se encontraban.

“Esa noche pedíamos que nuestra travesía fuera segura, que hubiera poco viento, que no hubiera mucha lluvia”, nos contó Quispe, de 42 años. “Recordábamos toda la noche y masticábamos nuestra coca”.

En la mañana, los hombres remaban para abrirse paso entre los jansuris, manantiales subterráneos.

Aventaban dulces desde el barco como una ofrenda religiosa y empezaba la temporada de pesca.

Ahora, el viento solo acentúa lo árido del paisaje, mientras los arbustos rodaban entre los barcos abandonados en el fondo del lago, ahora seco.

Milton Pérez, ecologista de la Universidad Técnica de Oruro, dijo que los científicos sabían desde hacía décadas que el lago Poopó, ubicado a 3,81 kilómetros sobre el nivel del mar con pocas fuentes de agua, entraba en la definición de lo que llamó un “lago moribundo”. Pero el diagnóstico era de siglos, no años.

“Aceptamos que el lago moriría algún día”, sentenció Pérez. “Pero todavía no era su momento”.

El lago Poopó es uno de los muchos lagos del mundo que están desapareciendo por causas humanas.

El lago Mono de California y el lago Salton menguaron debido a desviaciones de sus cauces; lagos de Canadá y Mongolia están en peligro debido al aumento en la temperatura.

Generaciones de urus observaron cómo el nivel del agua fue disminuyendo para luego regresar a su nivel anterior, lo que se convirtió en un ciclo predecible.

En los noventa, un período de sequía consumió el lago hasta reducirlo a tres pequeñas pozas y acabó con las granjas pesqueras durante varios años. Pero poco a poco volvió a su tamaño original.

Transmitieron sus conocimientos sobre cómo vivir en el lago y sus alrededores. En el horizonte, las colonias de enormes aves de color negro eran un sencillo indicador de que había bancos de peces en las aguas.

Contaron tres tipos distintos de vientos que podían ayudar o perjudicar: uno del oeste, otro del este y un tipo de borrasca del norte llamada saucarí, que podía hundir botes.

“Se levanta del norte y no se calma”, explicó Quispe. “Ahí viene el saucarí, decíamos. ¡Hasta que no se calme no podemos meternos al agua!”.

En el lago crecía un alga llamada huirahuira que era buena para aliviar la tos. Los flamencos eran como una farmacia: además de la grasa rosa para las reumas, las plumas se usaban para bajar la fiebre al quemarse e inhalarse.

La caza de flamencos era en abril, cuando las aves cambiaban de plumaje y se quedaban indefensas.

Los urus usaban espejos para deslumbrar a los flamencos con la luz del sol, algo que los aturdía momentáneamente, convirtiéndolos en una presa fácil. (Erbol)

 
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