Recuerdos del valle

El día moría. El sol aún emanaba tenues rayos anaranjados que se estrellaban en el cerro del frente. Verlas surcar en el azul del cielo era nuestro deseo. Sería un avistamiento esperado largamente, o mejor dicho, un encuentro alucinante del “tercer tipo”. Pero el día moría y las esperanzas se diluían con él. El objetivo era verlas en su hábitat natural y no solo en las estampas de los libros. No creímos lo que nos indicó la señora de la oficina de turismo. “Regresan entre las cinco y las seis de la tarde a descansar”. Supusimos que solo era un decir para calmar y desviar nuestra curiosidad. En ese preciso instante estábamos en el patio del museo Pachamama Wasi rodeados de piedras milenarias y de algunos turistas nacionales y extranjeros. De pronto escuchamos un griterío proveniente de arriba. El cielo se cubrió parcialmente de tonos verduzcos. ¡Mira mami allí están!, le dije señalándolas con mi índice.

Escandalosas como ellas solas, encima de nuestras cabezas rumbo al Gran Cañón, su hogar. Eran decenas de parejas de parabas frente roja en vuelo presuroso. Sí, un ave psitaciforme (de la familia de los loritos), endémica y en peligro de extinción. Se cumplió nuestro anhelo. A la mañana siguiente muy temprano, aún bajo las sábanas y adormilado por el trajín de la jornada anterior, percibí su griterío alejándose de Toro Toro. Seguro partían en busca de comida. Les envié “telepáticamente” un hasta pronto.

Ya que estábamos en el Pachamama Wasi preguntamos por su dueño. “Don David Gonzales hace poquito se fue a Cochabamba, ya vive allí”, nos respondió la encargada. Con la amabilidad que le caracterizaba nos invitó a pasar al mundo de las rocas artísticamente armonizadas. Bajamos las gradas que dan al patio, en primer plano apareció la estatua gris parduzca de un pequeño terópodo (dinosaurio carnívoro) hecho totalmente de piedras, tenía un detalle interesante, su mandíbula pertenecía a un fósil real.

Un poco más allá, colocadas en el centro del patio, inconta-bles rocas exhibían sus caprichosas formas para que el visitante haga volar su imaginación. El reto era encontrarles algún parecido con objetos o con animales. A un costado, dos bolas negruzcas como de boliche y como de 20 centímetros de diámetro llamaron nuestra atención. “Son meteoritos, se cree que cayeron en los al-rededores hace mucho”, me respondió. Los palpé y levanté al más esférico, era pesadísimo (demasiada masa apretujada en un volumen reducido).

Luego entramos a la sala principal. El revestimiento lítico de su pared formaba siluetas prehistóricas que concordaban con su lema publicitario “Toro Toro tierra de dinosaurios”. “La mayor parte de las paredes están recubiertas de piedra coral”, nos indicó. También había numerosos fósiles marinos. “Se afirma que en tiempos remotos todo este lugar fue un mar”, añadió.

En la última sala del recorrido observé algo que me encantó. Aclaro que no soy fanático de las macetas, pero eran el recuerdo perfecto del mu-seo y de Toro Toro para llevarnos a La Paz (lo único a la venta además de los llaveros). El problema no era su tamaño, sino su peso que incluía tierra y planta. “Mami voy a comprar no-más una de esas macetas, para cuando volvamos en unos meses quizás ya no hayan”, le dije preocupado en el hotel a media hora de retornar. Así fue como es que ahora otra maceta a-dorna el interior de mi “hogar dulce hogar”.