PSICOLOGÍA
Que mala fama tienen las palabras “poder”, “rivalidad” y “conflicto” y sin embargo forman parte de nuestras relaciones desde el comienzo de nuestra vida.
Asociamos la palabra poder a la codicia y el sometimiento, pero en psicología el poder se define como “la capacidad de influir en la conducta del otro”. El poder nos ayuda a sobrevivir desde que nacemos. Para comprender mejor la relación poder-supervivencia, debes contestar a la siguiente pregunta, pensando en una madre con su bebé: ¿Quién tiene más poder en esa relación? La respuesta habitual suele ser: la madre. Si transformamos la pregunta en: ¿Quién tiene más influencia en la conducta, emociones y reacciones del otro? Sobreviene la duda. Muchas madres se apresuran a contestar que el bebé. Cuando el bebé llora, la madre suficientemente buena (concepto de D.W. Winnicot) se desvive por atender a su retoño. A cualquier hora del día y de la noche, le dará de comer, le cambiará el pañal, le mecerá, le arrullará, pondrá a su disposición todos sus recursos para devolver a su hijo a un estado de calma.
Este ejemplo nos sirve para ver el poder y la influencia desde otro prisma. Cuando el bebé ejerce su poder/influencia para llamar la atención de sus padres y éstos acuden a satisfacer su necesidad, estamos ante un sano equilibrio de poder/influencia. El bebé necesita tener poder para sobrevivir, al mismo tiempo que necesita una madre poderosa, capaz de atender sus necesidades e influir positivamente en sus afectos. Cuando esto no sucede, el desarrollo afectivo se trunca.
Ahora que sabemos algo más del poder, pensemos en el conflicto. Esta es una palabra asociada a connotaciones negativas. Conflicto evoca violencia, ira, frustración, etc. Sin embargo, el conflicto, como el poder, está presente en nuestras vidas desde que nacemos hasta que morimos. Es el motor del cambio y del crecimiento.
Uno de los conflictos por excelencia es el denominado complejo de Edipo. La psicología se ha servido de muchos de los mitos y fábulas griegas para explicar las motivaciones y miedos humanos. El Edipo, que se ha malinterpretado de manera incestuosa por la nefasta pedagogía del psicoanálisis ortodoxo, no es sino una metáfora de uno de los hitos del desarrollo humano. Hacia los 5-6 años, el niño entiende que sus padres tienen una relación distinta a la que mantienen con él y que no por eso le quieren menos. Forma parte del proceso de individualización; descubre que es una persona única y diferente de sus padres, querible y válida.
Otro gran hito es la adolescencia, que mentalmente implica el conflicto entre ser un niño y ser un adulto y que se resuelve positivamente cuando el niño hace la transición a la vida adulta.
Por desgracia, todos podemos quedar atrapados en conflictos no resueltos y esto hará que no cambiemos ni crezcamos.
El conflicto está siempre presente en nuestras vidas y en nuestras relaciones. Cuanto más significativas son éstas para nosotros, más nos afectará. De ahí la importancia que se le concede al conflicto en las relaciones de pareja. Nos influimos mutuamente, tenemos intereses, metas y miedos distintos que tendremos que gestionar para mantener el equilibrio en la relación.
El conflicto, lejos de ser malo, nos ayuda a crecer; es un indicador de que algo en la relación no está funcionando adecuadamente y por tanto necesita ser revisado y quizás necesitemos cambiar cosas.
El problema en la gestión de conflictos en las relaciones de pareja surge cuando no gestionamos adecuadamente el poder; cuando lo confundimos con las metas.
Pongamos un ejemplo sencillo. Imaginemos que una pareja discute sobre qué van a hacer el fin de semana. Supongamos que uno de los dos quiere ir a bailar mientras que el otro quiere quedarse en casa viendo un programa de televisión. Tienen distintas motivaciones y cada uno quiere persuadir al otro para lograr su objetivo, pero en algún momento de la discusión olvidan lo que supuestamente querían (bailar/quedarse en casa) y comienzan a echarse en cara los sacrificios que cada uno hace por el otro. Pueden aparecer conductas como el victimismo, el chantaje o las amenazas. Poco a poco, bailar o ver el programa de TV dejan de tener importancia. Lo importante es ganar, quedar por encima. En este caso, decimos que se han pasado de rivalizar por las metas a hacerlo por ostentar el poder. Seguro que esta viñeta le resulta familiar, pues es habitual: todos rivalizamos por el poder en alguna ocasión.
El problema surge cuando una pareja rivaliza constantemente por su capacidad de influencia y lo que está en juego no es lograr un objetivo, sino salirse con la suya.
Hay parejas que discuten constantemente, se enganchan por lo que aparentemente son aspectos de la vida cotidiana, pero donde subyace lo que Luis R. Guerra Cid denomina “afectopatología por rivalidad”: “Prácticamente todos los días hay una pequeña discusión o continua tirantez, que se convierte en una discusión fuerte de modo frecuente […]. Los mismos microprocesos que se producen a diario reproducen el macroproceso en el que se ha convertido la relación […]. Cada uno de los miembros guarda celosamente su derecho a la individuación, es decir, su derecho a tener su espacio y no tener que cederlo ni al otro ni a la pareja como concepto”.
Este conflicto no resuelto se reproduce constantemente en discusiones banales que van erosionando la relación. La confianza, la intimidad y el reconocimiento mutuo dejan paso al reproche. Un ejemplo cinematográfico que ilustra hasta dónde pueden llegar este tipo de relaciones es “Quién teme a Virgina Wolf”. Las constantes discusiones de la pareja interpretada por Taylor y Burton muestran la falta de intimidad de los protagonistas y su miedo a la soledad. Lo único que les relaciona es la discusión, de tal manera que “si discutimos es que mantenemos una relación, que hay algo entre nosotros”. Así, la rivalidad está al servicio de preservar la ilusión de conectar con otro ser humano.
Cuando, por el contrario, las parejas son capaces de negociar sus metas sin estancarse en las posiciones de poder, cada uno de sus miembros crece, al mismo tiempo que lo hace la relación concebida como una entidad en sí misma. La relación se fortalece, cada miembro de la pareja descubre aspectos de sí mismo desconocidos hasta el momento y la pareja constituye un lugar seguro dónde crecer y afrontar las adversidades.
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