Más que un cambio de gobierno en Estados Unidos, se ha producido una radical modificación del sistema político que prevaleció hasta ahora en la nación del norte, desde el New Deal de los años 30, con Franklin Roosevelt.
Probablemente, casi sin proponérselo, Donald Trump ha recogido el descontento que existía entre la mayoría estadounidense acerca de los malos gobiernos que ha tenido en las últimas décadas. John Kennedy parecía haber sido el intérprete instintivo del sentir de sus compatriotas.
Esta, al menos, sería la verdadera explicación de la inmensa popularidad y confianza que le depararon sus compatriotas al malogrado mandatario. Sin embargo, el infortunio les jugó una mala pasada, al perder a Kennedy en un absurdo asesinato.
Trump no se iguala en nada a Kennedy, tanto porque seres de esta índole no se producen con frecuencia, como porque tampoco se acerca a la pasta intelectual y política de aquél.
Empero, ha tenido un gran acierto, al constituirse en este último tiempo en el más acervo contestatario del sistema político estadounidense, a través de las críticas que formuló contra él, aunque en forma dispersa y quizás sin comprender plenamente que estaba coincidiendo en el íntimo sentir de la mayoría de su pueblo.
El hecho real es que tanto las clases altas como buena parte de las clases medias e incluso populares, admitieron que de alguna manera Trump interpretó su disconformidad con el sistema político imperante en el país. Ansiaban, en buenas cuentas, un cambio, aunque fuera de tan poco contenido doctrinario como el que les ofrecía el aspirante republicano.
Desde otra óptica, Hillary Clinton era más de lo mismo, o quizás peor, porque no era siquiera el símil de Bill Clinton, su esposo, y en lo personal tenía muchas cosas que objetársele, entre ellas, principalmente, su adicción al aborto y a todo cuanto se opone a las verdaderas creencias religiosas del pueblo estadounidense, porque es una descreída en materia religiosa.
También hay que señalar la falta de escrúpulos que tuvo en el manejo discrecional que hizo, como Secretaria de Estado, de la documentación reservada de los Estados Unidos.
Trump no tuvo precisamente un gran discurso político, pero al acercarse a las cosas del diario vivir de los Estados Unidos y expresar serie de discrepancias con ellas, encontró la respuesta positiva que ahora lo encumbrará a la Presidencia de los Estados Unidos.
Esperemos que no contemporice con todo lo malo que tiene el actual sistema político de Estados Unidos y que tenga las luces necesarias para imprimir a su conducción las reformas que ha ofrecido, no en cuanto a grandes iniciativas sino a enderezar todo aquello que está desvirtuando los valores esenciales que han dignificado al pueblo estadounidenses, al punto de haberlo situado como a la mayor potencia mundial.
Falta exponer lo más importante que tiene Donald Trump. No es una persona cualquiera, a pesar de que en la campaña electoral, por lo menos, ha sido muy proclive al insulto, lo que puede que haya demeritado en algo su personalidad pública, al menos en lo internacional.
En todo caso, es justo decir que tiene una personalidad privilegiada, pues cabe reconocerle y admirarle porque es un excepcional empresario. A sus 70 años de edad, ha erigido una cuantiosa fortuna que, al parecer, ni el mismo puede cuantificarla.
Su actividad empresarial ha sido múltiple, es dueño o accionista de emprendimientos de toda naturaleza, por lo que más que reconocer su genio empresarial es justo identificarlo como un gran triunfador en la vida.
Con estas cualidades, ajenas al común de los mortales, desde el 20 de enero será el presidente de los Estados Unidos de Norte América. Es dable suponer que quizás sacuda todo el andamiaje político, económico y social de su patria. Tiene el genio de ser un notable administrador. Es cierto que no siempre puede ser infalible, pero cuenta con el talento para hacer mucho más de lo que efectuaron recientes gobiernos.
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