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La “era Trump” comenzó el fin de semana pasado, pero por todo lo visto, el campanazo de largada ocurrió apenas se conocieron los resultados de la contienda electoral del 8 de noviembre. La curva ha sido de agravamiento y nada hace pensar que socios, aliados y vecinos pronto dejarán de caminar de puntillas. Una era de incertidumbre está instalada en el mundo.
Donald Trump asumió el mando con la admonición de porciones considerables de la sociedad norteamericana. Al escribir esta columna, cientos de miles de estadounidenses marchaban hacia la capital para repudiar al nuevo mandatario, en una manifestación masiva de descontento político rara vez vista en ese país. En las principales capitales del mundo la atmósfera era de estupor e inconformidad que también se tradujeron en marchas de protesta.
Ninguno de sus predecesores asumió el mando con niveles de aprobación tan bajos. A Barack Obama le costó 18 meses descender al 44% de aprobación de los más de 60% que tuvo al asumir. A George W. Bush le llevó cinco años (durante su segundo mandato) llegar al nivel de 40% o menos con el que empieza Trump. El flamante mandatario, resumía el New York Times, ni siquiera había empezado su gobierno y ya batía un record. Y por lo sucedido en los dos primeros días, el flamante mandatario no tiene interés en revertir la antipatía creciente que se manifiesta hacia él. Gran Bretaña, que jugó su destino al optar por apartarse de la UE, cruzaba los dedos esperando que la suerte la acompañe con el hasta ahora impredecible Donald Trump. No había bases reales que volviesen sólidas esas esperanzas, inclusive las que origina la visita de la PM Theresa May a la Casa Blanca a fines de este mes.
Los críticos subrayan que Trump ignoró la tradición de sus predecesores y en lugar de buscar superar las divisiones entre quienes lo apoyaron y los que votaron por Hillary Clinton las acentuó. Causó estragos entre la comunidad negra cuando menospreció al líder y senador John Lewis, uno de los mayores iconos de los derechos civiles. El desdén llevó a Lewis a declinar asistir a los actos de posesión. Estuvieron de su lado unas cinco docenas de senadores con similar actitud.
De todos los países aliados de Estados Unidos, el único contento de verdad parece Israel, por el desagrado del nuevo mandatario con la actitud estadounidense en las Naciones Unidas, que facilitó la condena internacional a los asentamientos en territorios asignados a los palestinos. Trump les dijo a los israelíes que pronto estaría de su lado para reparar el daño. Ni hablar de los mexicanos e inmigrantes en Estados Unidos.
La batalla principal tiene por escenario a los medios de comunicación, cuya “arma” más potente es el trabajo profesional probo y exhaustivo que el nuevo mandatario no ha logrado desactivar. Como todo líder inclinado hacia la autocracia, Trump ha estado inerme ante el alud de informaciones, reportajes y opiniones que han ayudado a desnudar fragilidades, contradicciones y peligros de la administración entrante. No parece confortable en debates democráticos. Los observadores subrayan que los medios, con la libertad de prensa y de opinión bajo protección constitucional, son los garantes efectivos de la democracia y la convivencia y que muchas lecciones derivarán de la puja en curso.
La mayor defensa directa de Trump han sido sus “tweets”. En uno de sus últimos antes de posesionarse afirmó que alguien le había dicho que era “el Ernest Hemingway de los 140 caracteres”. David Remnick (The New Yorker) subrayó que le faltó identificar a ese “alguien”.
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