Estoy seguro que a más de uno incomodó la actitud hasta beligerante de algún uniformado, ya sean por razones laborales en alguna prestación de servicio o eventuales por casos fortuitos. Es innegable que entre policías y militares encontramos de todo un poco.
Para muchos no es sorpresa haberse visto sorprendido por algún efectivo policial que a título de “autoridad” haya incurrido en excesos de alguna acción, o luego de algún “encontrón” con un militar éste quiera hacer goce de su entrenamiento de guerra para denostar cierto aire de grandeza.
Esas particularidades en esta sociedad abigarrada no son del todo criticables, pues si de cuestionar las actitudes del día a día de los no uniformados se trataría, tendríamos quizás la de nunca acabar.
Pero hay algo que muchos desconocemos sobre la vida de esos uniformados y es el valor de su formación. Categorías axiológicas, por supuesto intangibles, que como sociedad (pueblo) minimizamos a la hora de cualificar. Por ello vemos más lo negativo que lo valioso en los miembros de estas instituciones (Fuerzas Armadas y Policía) pilares del Estado.
Dos recientes ejemplos. El rescate oportuno de cadetes de la Fuerza Aérea en la ciudad de Santa Cruz que salvaron a una joven que estuvo a segundos de perder la vida tras sumergirse su vehículo en un canal de drenaje luego del torrente de lluvia que arremetió en la capital oriental. Jóvenes militares que arriesgaron sus vidas para salvar otra.
El policía héroe. Juan Apaza Aspi que murió luego de 23 días, pereció en su lucha por el crimen entregándose hasta el último instante a su uniforme y a su mandato del deber; sin duda quedará escrita en la historia policial su épica acción. Murió como aquél “guardia fiel que te (le) importa la vida si alumbrando te (lo) mata el deber”. Son por esos valores en su formación en la denominada sociedad del uniforme que merece todo nuestro reconocimiento por acciones; a veces celebradas en silencio y otras lamentadas como consecuencia del cumplimiento del deber.
El autor es periodista.
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