[Álvaro Zuazo]

Políticamente incorrecto

Maduro y la maldad de lo banal


Hace medio siglo, la filósofa judía-alemana Hannah Arendt escribió una serie de artículos en los que, al hilo de Aristóteles, llegó a la conclusión de que el mal es banal. Es decir, que no se arraiga en el ser, que no tiene entidad y que sólo existe como privación del bien. El mal, por tanto, no es ontológico. Es eso: banal, insustancial, superficial.

Arendt se refería así al accionar de un criminal de guerra nazi juzgado en Israel, que al mandar a asesinar actuaba, al igual que muchos, como un autómata que sólo cumplía órdenes, por lo que no se detenía siquiera a reflexionar en si lo que hacía era bueno o malo. Era simplemente su trabajo, y después de cumplirlo volvía con su familia despreocupado, como lo haría cualquier burócrata.

Desde entonces, mucho se ha escrito sobre la banalidad del mal. Pero me temo que, de alguna forma, esa concepción de Arendt -que comparto-, sin que ella lo buscara, ha podido llevar a algunos a tratar de exculparse de sus acciones perversas.

De modo que creo necesario encarar el problema desde la perspectiva contraria, esto es, para decirlo pronto, que la banalidad es también un mal.

La banalidad se debate en la insustancialidad, es cierto, pero es en esa elección, esa opción por ella, donde radica el mal. Optar por la banalidad es inmoral. Nadar en lo superficial, sin ánimo de penetrar en la realidad y en el corazón de sus semejantes, produce la desnaturalización del hombre. Y, al perder su horizonte y su sentido de ser, será difícil esperar de él algo más que insistir en buscar lo externo, circunstancial y aparente. Lejos del bien y la verdad.

Ese es hoy, por ejemplo, el espectáculo que ofrece el gobierno de Venezuela. Maduro dice un día una cosa y al otro la contraria. Mientras, en las calles de Caracas mueren víctimas de la represión, ordenada por él, centenares de jóvenes que buscan recuperar la libertad y la democracia para su país, Maduro baila en la televisión como si esas vidas no tuvieran valor alguno.

Mientras, fuera de Miraflores, el pueblo pide el fin de la represión, Maduro canta “Despacito”, con la letra cambiada para vanagloriarse de someter a esa población, que se debate entre las mayores privaciones. A todo esto, Maduro y sus amigos le llaman revolución.

Y no deja de ser una gran ironía el hecho de que las grandes revoluciones, las verdaderas, han querido crear un hombre nuevo, precisamente exento del mal. Esto es evidente en la Revolución Francesa y en la Soviética: su fin último, aunque extraviado, era desterrar el mal en el mundo para construir el reino de la felicidad entendida como bien absoluto, no como jarana.

Entendían, a diferencia de Arendt, que había un mal ontológico en el mundo: la desigualdad, la burguesía, los privilegios de clase.

El resultado fue matar en nombre de la razón a quienes, así lo entendían los revolucionarios, habían abusado del poder antes y se habían apropiado de lo que era de todos.

Pero qué revolución puede hacerse al ritmo del reggaetón sino una en la que todo es banalidad: la banalidad de apropiarse de la riqueza de un país para provecho propio, la banalidad de mandar a matar y perseguir por enemistad personal, la banalidad de negociar jugosas comisiones o de traficar droga y lavar dinero procedente de ese y otros negocios inconfesables.

En definitiva, mientras las grandes revoluciones se hicieron con el horizonte de la utopía de lograr un hombre y mundo sin mal, la revolución, si así puede llamarse, de Maduro va en los hechos en sentido contrario: construir una sociedad dividida entre los menesterosos, entre los que reclaman su derecho a vivir en paz y libertad en su propia patria, y un orden superior: una oligarquía insustancial, del reggaetón, del “Despacito”. Multimillonaria, ensimismada en las apariencias más superficiales, que baila también al son de la muerte y la persecución.

En definitiva, valga la paradoja, la revolución de la más profunda banalidad, de la banalidad más malvada.

 
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