Augusto Vera Riveros
El debate parlamentario, como en cualquier otro ámbito, se construye sobre ideas discrepantes, sobre afirmaciones y negaciones. Aristóteles sostuvo que toda discusión implica a alguien defendiendo algo y a un tercero que se le opone. Se trata de un ejercicio dialéctico, donde se aspira a esclarecer una cuestión, a convencer a alguien de las razones que abonan una determinada visión. Por tanto el Diccionario de la RAE, define “debatir” como altercar, contender, discutir, disputar sobre algo.
En el contexto de los Parlamentos, los debates se producen entre partidarios y opositores; siempre hay una sucesión de argumentos, a los favorables siguen los contrarios, a los afirmativos los negativos. Implícitamente en ambos casos hay un tercero a quien se aspira a convencer: el pueblo. El debate implica el ejercicio de lo más preciado del ser humano: la inteligencia. Frente a la fuerza bruta del mundo animal, la sociedad civilizada encuentra en la palabra o habla que solo tienen los seres racionales, la forma de exponer y resolver sus discrepancias.
Mediante la discusión puede esclarecerse racionalmente una cuestión y permitir que los argumentos de más peso se impongan a los de menos. Por tanto la dialéctica parlamentaria obliga a ejercitar la mente en cuanto implica buscar argumentos y contrargumentos que resulten objetivamente creíbles y como no existe Parlamento sin diversidad interna de fuerzas políticas, es que la expresión tiene como sinónimo “asamblea” por su condición de órgano colegiado, que no es más que el foro político por excelencia, aunque en democracias con mayoría parlamentaria abrumadora, no sea más que un apéndice del poder u órgano ejecutivo que ejerce una implacable disciplina de partido que domina la vida interna de las cámaras imponiendo su voluntad en las cuestiones más relevantes.
Sin embargo, éstas no son líneas orientadas a hacer un análisis de la supremacía representativa que se da en nuestra Asamblea Legislativa, y sí más bien a expresar con indignación lo que provoca las barahúndas comparables solo a las discordias callejeras que se hicieron recurrentes entre oficialistas y opositores cada vez que las cuestiones que se va a tratar revisten importancia en la visión de unos y otros. Vergüenza es lo mínimo que infunden nuestros padres de la patria –salvo contadísimas excepciones- tratando de imponer sus posiciones a golpes, empujones e insultos, deshonrando ese hemiciclo que de tantos debates fecundos pero sobre todo de contenido intelectual magistral, ha sido escenario.
Y sin entrar en distinciones ideológicas, que por esta vez es lo que menos importa, cómo no poder retroceder en el tiempo para escuchar parlamentos de jerarquía, que brotaban de labios de Franz Tamayo, Oscar Únzaga de la Vega, Tomás Frías; Mariano Baptista Caserta y tantos otros egregios oradores, dominadores de la pragmática y la teoría de la argumentación, que más allá de sus diferencias partidistas, hecho no solo legítimo sino saludable desde la óptica de la democracia, hicieron de su verba un deleite para los oídos aun de sus adversarios. Su docta formación les permitía transmitir sendas cátedras de enseñanzas doctrinarias de las que ahora no queda ni el más leve rastro.
Hoy, todo aquello se ha reducido al pisoteo de toda norma de respeto por el adversario. Vulgaridad, gritos, amenazas y odio es lo que caracteriza a unos y otros, sin distinción de sexos ni corrientes, en nuestra Asamblea Legislativa.
El autor es jurista y escritor.
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