En más de un sentido la política tiene mucho parecido con la guerra; de hecho es una réplica en pequeño del belicismo entre las naciones. No en vano se dice que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Según Aristóteles no se hace la acción bélica sino con la mira de la paz, y es una aspiración legítima que la política después de los momentos más crudos de disputa deba buscar la paz interna y la convivencia mutua. Lo contrario es su propia negación.
La teoría de la guerra ha tenido en el tiempo diversas interpretaciones y escuelas filosóficas, pero la doctrina cristiana ha dejado su estelar legado de equilibrio, capaz de vencer “el paso del tiempo y los embates de (los) sistemas”, junto a su sabiduría y proporcionalidad. Santo Tomás de Aquino fundamenta el tema estableciendo que “la guerra es justa siempre que sea declarada por autoridad legítima, con justa causa y recta intención”. Para el Doctor Angélico, como se llama al Santo, la guerra injusta es inseparable del deseo de dañar, de la crueldad en la venganza y de una paz injusta.
La política, a su vez, debe medirse en los mismos parámetros. Concluida la etapa electoral, culmen de la praxis democrática -si ésta es verdaderamente tal- el partido vencedor debe abstenerse de ejercer un poder absoluto y total, cuidándose de no avasallar las instituciones y respetar la ley. No puede ni debe ensañarse contra el partido o partidos perdedores y menos excluirlos de la vida pública como en gran medida ocurre entre nosotros al presente. Si un gobierno incurre en esto, infligirá un daño a toda la nación y dará mal ejemplo y un motivo de escándalo en los Estados del contorno. El vencedor debe ser justo aun después de la guerra. Este y no otro es, al mismo tiempo, el requerimiento político en lo interno.
No es lícita la “guerra total” y tampoco la “revolución permanente”. La primera pretende el exterminio del vencido. En cuanto a la segunda, tan pronto logrados sus objetivos básicos debe imponerse la reflexión –a despecho de los jacobinos- deponiendo sus odios para la construcción nacional, la reconciliación y el bien común. La resistencia es la respuesta a la persecución porque toda acción engendra una reacción. Ninguna ideología debe prevalecer sobre la nacionalidad y su presupuesto de unidad. Lo contrario es la deconstrucción de la nación y del Estado.
La concepción opuesta a la justicia interna y a la proporcionalidad del Derecho Natural, es una especie de “contrato social” entre parcialidades o partidos. Entraña en su seno el riesgo que de súbito alguno de los pactantes rompa el contrato, anulando el principio intrínseco de la sana convivencia.
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