Contra viento y marea
Nunca perdí la perspectiva sobre la importancia social de los que han estudiado medicina. Primero, y para no andar con eufemismos, es la carrera más larga. Y es simple, el cuerpo humano es máquina cuya complejidad nunca va a ser igualada, porque cualquier otra que la ciencia desarrolle ha de existir gracias al prodigio del mecanismo y perfección de aquél y nunca al revés; y en segundo lugar, porque de esa prolongación se deriva el inacabable estudio del cuerpo humano. Eso, sin ambages, convierte a la medicina en ciencia en que al igual que en la aviación, el margen de error es de cero. Dicho de otra manera, una mala proyección económica puede terminar un desastre financiero, o una mala estrategia jurídica puede acabar en la pérdida de libertad de un inocente; es grave en ambos casos, pero una mala cirugía puede encaminar a la muerte de una persona.
Y a pesar de la claridad que tuve y tengo sobre la profesión más noble que el desarrollo de las ciencias ha dado, he sido crítico en muchas oportunidades por la insensibilidad que demuestran muchos de ellos y por la falta de profesionalismo de otros tantos. Me quedó como marca que no se borra, el diagnóstico de una enfermedad terminal que un doctor me la hizo conocer -y sin anestesia-, cuando lo que padecía era una afección renal muy leve, producto de un resfrío. Muchos años después, tropecé con la frialdad de otros profesionales de la salud, que contrastaba con sus reconocidos pergaminos académicos. Pero el equilibrio de virtud humana y formación es primordial en su desempeño, convencido como estoy de que la procedencia bíblica del médico hace que éste y el consagrado a Dios deben tener tan parecida sensibilidad, que la única diferencia entre la puerta y el corazón de quien cura cuerpos y los de quien salva almas, es que la puerta y el corazón del médico nunca deben estar cerrados y los del sacerdote deben siempre estar abiertos, dado por cierto, desde mi percepción, que en ambos restauradores –reitero- debe estar de por medio el poder divino.
Tengo por sobrina a la familiar más próxima que ha abrazado la carrera médica. Aún muy joven ella, quedó atrapada por la satisfacción que debe constituir salvar vidas o restituir la salud, así como por el dolor que significa el aceptar las limitaciones propias de un país subdesarrollado, reflejado, sin duda, en nuestras estrecheces sanitarias. Y aun así, con el ímpetu de la juventud y el impulso de su vocación, en una reciente mañana fui testigo del equipamiento no muy ortodoxo, pero absolutamente aséptico con que presurosa se alistaba para esperar al vehículo autorizado para trasladarla a su centro de salud. Su apariencia exterior, una vez en su trabajo, disimulaba la precariedad de los elementos que la componían. Inspirado en ella, medité en la heroica labor que están desempeñando sus colegas en el país… en todo el mundo. Están dando una lección de determinación, de patriotismo, entrega, sacrificio, y especialmente en realidades tan difíciles como la nuestra, asumiendo riesgos que les hacen honrar estoicamente el juramento prestado al iniciar su ejercicio.
Y en estos días vi a médicos y personal de apoyo, en su verdadera dimensión, el de instrumentos perfectos para preservar la más preciada de las vidas: la humana. Esta emergencia nos ha demostrado que muchos de los profesionales del área están irrevocablemente comprometidos con la prevención y restauración de la salud, dejando a la providencia su propia seguridad; exponiendo un altísimo valor por la vida ajena. Están poniendo al servicio de la humanidad su ciencia y, en nuestro caso, cooperando decisivamente a la aparente y esperamos real, ralentización en el incremento, siempre probable, de la pandemia. Notable esfuerzo que hace honor a Hipócrates, padre de la medicina y a Lucas, el médico del cuerpo y del alma, porque el ejercicio de la medicina tiene una parte de conocimiento y un componente espiritual; ambos se funden en ciencia al servicio del prójimo.
El autor es jurista y escritor.
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