El concepto de la administración de la cosa pública es tan banal e irreverente ante la finalidad de los intereses colectivos y de la existencia del mismo Estado, al extremo de que quienes lo administran eventualmente se consideran “dueños” del destino de ésta, del destino de sus gobernados, asumiendo una postura casi omnipotente.
En toda la época contemporánea, en las diversas naciones (especialmente en esta parte del continente), hay una desenfrenada carrera de aspirantes para hacerse de la presidencia de éstas, en algunos casos con nuevas figuras y en otros los mismos, con nuevos ropajes ideológicos, pero con el mismo objetivo rapaz.
Enarbolaban valores y objetivos democráticos, exhibían una candorosa actitud hacia el votante, ofrecían manjares y mieles que ni ellos mismos probaron, con el objeto de capturar votos de los ufanos e ingenuos votantes.
Entre las bulladas banderas que ofrecían están luchar contra la corrupción, crear empleos, incrementar la producción, mejorar la salud, elevar el nivel educativo, mejorar el nivel salarial; en el caso de los socialistas, lucha sin cuartel contra el imperio, y un rosario de ofrecimientos de toda índole.
Después de la reconquista de la democracia (1982), han usufructuado los destinos de nuestro país partidos políticos de diferentes matices y colores, todos con más sombras que virtudes, pero similares por la indisimulada avidez de enriquecerse a costa del destino de los bolivianos.
Las cantaletas sempiternas de acabar con la pobreza, con el analfabetismo, han sido las mentiras centenarias para reproducirse en el poder de todos los que emprenden esa voraz carrera política, huérfanos de programas, de doctrinas, de idearios que garanticen valores ético-morales en el manejo de lo que es público.
La corrupción política es entendida como la utilización espuria por parte del gobernante de potestades públicas, en beneficio propio o de terceros, en perjuicio del interés general. Las causas que propician esta perversión pública son la partidocracia, la profesionalización de la política y el transfugio, entre otras.
Pero por encima de todas ellas, la causa primera de todos los males en el sector público es la falta de ética pública de muchos de nuestros gobernantes, llegados a la política no por vocación, ni espíritu de servicio ni siquiera por ideología, sino por propio interés.
En términos generales, ética es el sentido, la intuición o la conciencia de lo que está bien y lo que no, de lo que se ha de hacer y de lo que se debe evitar.
Han transcurrido muchos años y en vez de perfeccionar el arte de gobernar con decoro, eficiencia, honestidad, sacrificio, y otros valores, sucede lo contrario, hay actos de corrupción inauditos y multimillonarios que desafían al sistema judicial, ejemplos sobran, los de antes y los de los últimos 14 años. Corrupción política que degrada a las sociedades y su consecuencia, la impunidad las pudre.
Ante esta crisis inédita, hoy y en un futuro no caben en las sociedades gobernantes sin ética, por las consecuencias económicas nefastas de empobrecimiento del propio Estado, como el que tenemos actualmente y que ha recibido la actual Presidente, que hace lo indecible por enderezar los destinos de la Patria.
Para proscribir de la administración pública a la gente que no es afecta a la ética (los que incurren en corrupción pública), las penas deben ser, desde la cadena perpetua, hasta devolver el caudal público defraudado, de lo contrario no se debe otorgar libertad al eventual corrupto. Solo así se podrá combatir lo que para muchos es un atractivo trabajo, porque actualmente se lo enjuicia y después de purgar su condena (leve) sale para disfrutar de lo robado y/o apropiado indebidamente.
El autor es Abogado.
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