Nunca me gustó hacer de profeta, pero mi sincera sospecha es que Bolivia puede estar entrando en un lento marasmo evolutivo de varios años, como fue por ejemplo el caso de la Argentina pos Perón. Las pasadas elecciones del 18-O pudieron haber sido un hito de transformación relativamente radical, pero la historia es lo que es, no lo que quisiéramos que fuera.
Lo que es ya un hecho es que Bolivia cumplirá fielmente con el patrón fatal que al parecer la historia le ha deparado para su vida: 20 años (aprox.) para cada ciclo económico y político. Pero ahora las cosas han cambiado sustancialmente, pues en el espectro político ha ingresado el indígena andino, cuyas pautas de comportamiento sociopolítico hacen que todo análisis prospectivo que pueda hacerse ahora resulte incierto. Lo que quiero decir es que antes, cuando la política estaba dominada por algunas élites solamente, el factor inercial hacía que el poder cambiara de manos al cabo de más o menos dos decenios. Hoy, el indígena es actor político con postulados progresistas, pero tiene ciertos usos y costumbres ancestrales que, sumados a la lógica subsidiaria y paternalista que el MAS ha incrustado y alimentado en la psiquis colectiva de clases medias y humildes, juegan en contra de la práctica del republicanismo y la democracia liberal.
Volviendo al análisis histórico, podemos decir que es probable que el modelo económico varíe de aquí en adelante, y que vaya de la mano con las tendencias mundiales occidentales, y que incluso armonice con las corrientes financieras de los países capitalistas (tan aborrecidos por los populismos de izquierda), pero que el modelo político y las instituciones se mantengan estáticos o, peor aún, que entren en una decadencia lenta y gradual. Esto se debe a la irrupción de clases populares en la política, cuyas mentalidades están arraigadas en el autoritarismo vertical en lo político, pero en el mercantilismo práctico en lo económico. Lo que es cierto es que ahora se ve a una nueva élite en el poder, una élite excluyente, cerrada y privilegiada como lo son todas, pero cuyas bases sociales —aunque relegadas y aún pobres— dicen sentirse representadas en ella.
Vistas así las cosas, y teniendo en cuenta que las clases populares representan en Bolivia una gran mayoría y que ahora gozan de poder y están en la praxis política (aunque esto último es altamente debatible y relativo), podría pensarse, para desgracia de los que anhelan vivir en un Estado de Derecho, que el retorno del liberalismo institucional y la democracia plena puede estar aún en una lontananza distante.
Algunos intelectuales creían —ahora sabemos que erróneamente— que las generaciones más jóvenes de indígenas ya no votarían por el MAS (probablemente el partido de sus padres) debido a que ellos son ahora universitarios, que están vinculados con la tecnología y la clase media, que poseen ideas liberales en ciernes, que son dueños de una mentalidad más abierta y receptiva a la libertad en todos los sentidos, en una palabra, que son “más civilizados”. Ahora sabemos que, ya sea por desencanto hacia la oposición o por voto identitario, gran parte de esos jóvenes cree que el MAS es la mejor opción. Por tanto, y en tanto el gobierno pueda mantener los bonos, la prebenda y las políticas subsidiarias, esa preferencia no cambiará en un buen tiempo. Lo necesario para dar un giro radical es la transformación profunda de la mentalidad colectiva.
La compleja conformación social nuestra, herencia directa de la colonia, nos está pasando la factura recién. Comparto, por todo ello, con Alcides Arguedas, en su postulado de que la cultura y la educación occidentales deben ser los niveladores y perfeccionadores de una sociedad racialmente tan asimétrica, contradictoria y abigarrada.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.
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